Sobre mi viaje en tierras bolivianas
Marzo 12, 2009 | Por viajante | Claves: argentina, bolivia, mochilero, peru, viajante, viaje | # Enlace permanente |
Dejar Villazón (la primera ciudad luego de la frontera) no fue fácil. Me levanté a las 9, tarde para el tren, temprano para el micro. Encima olvidé el mp3 en el ciber y tuve que esperar a ver si aparecía (cosa que nunca ocurrió). Ómnibus a Uyuni, mi destino, no salían hasta el otro día. Además, una lluvia me demoró en la puerta de un museo.
Así las cosas, estaba decidido a salir de Villazón. Y la opción que surgió fue la de ir a Tupiza, un poblado ubicado a unas 3 horas de ahí. El costo, de 20 bs ($10). Viajé apretado, acosado por las moscas, el olor a coca y la comida local: estaba feliz.
En Tupiza
El que fue a Bolivia, sabe que el costo de cualquier cosa se rige por el patrón precio-cara. Y esa tarde, las boleterías de este pequeño poblado establecieron mi rostro en 60 bs para ir hasta Uyuni. ¿El problema? Además de caro, los micros salían al otro día y eso implicaba más gastos de alojamiento y comida.
Pero fue salir de Villazón para encontrar la suerte. A alguien se le escapó que la estación de tren estaba a 3 cuadras, y aunque este arribaba a las 17:20 y eran las 18:00, perdido por perdido salí con la confianza de aquel que no tiene nada que perder. Y con esa actitud me encontré con el atraso salvador del tren a Uyuni. El boleto: 40 bolivianos, 20 bs menos que el micro, más barato, más rápido, con baños y servicio de cocina. Lo único que no me gustó fueron los asientos que yo llamo “melancólicos”: a medida que uno avanza se ve el paisaje ir, dándole la espalda a lo que está adelante.
El tren viajaba de noche, a buena velocidad por el medio de túneles y paisajes escabrosos, cuando de repente apareció una ciudad oscura construida sobre las montañas: Atocha. El lugar era impactante. Y el avance de la locomotora mostró con crudeza cuál fue durante años su principal actividad económica. Decía crudeza, porque de pronto apareció una tumba, luego otra, otra, y así hasta multiplicarse por miles, ubicadas por toda la altitud y longitud de la sierra. Hablo de una ciudad minera. El tren seguía, y lejos de desaparecer, las lápidas se extendían cada vez más por todas las laderas de las montañas hasta sus cimas. La luz de luna y un silencio profundo terminaban de darle al lugar un aura de espanto y soledad.
Cerca de la medianoche apareció otra estación oscura y más desolada que la anterior. Era Uyuni. De pronto me vi bajando en una ciudad fantasma a la medianoche del altiplano. Descendí y fueron apareciendo otros mochileros que hablaban todos los idiomas menos español. En el ambiente, se respiraba una atmósfera de incertidumbre.
Uyuni nos tiende una mano
Enseguida, mientras muchos se disipaban, se me acercó una señora llamada Eugenia a ofrecerme un tour y alojamiento. No pareció asustarse al discutir los precios en ese horario. Y cuando ya estábamos alejándonos, emergió de la noche una muchacha que reconoció el castellano entre una oscura Babel boliviana. Era argentina, oriunda de Tigre y sólo transmitía destellos de preocupación en su rostro.
Presionando entre los dos, pudimos conseguir que el precio bajara hasta llegar a $ 0. Así, la dueña de la agencia nos dejó dormir en la oficina de la empresa “El Relámpago” sin costo alguno. Además, pudimos conseguir la excursión al salar por un precio muy económico.
Al otro día, muy temprano, salimos con mi nueva compañera (también llamada Eugenia) a recorrer el poblado. Muy pequeña la ciudad, muy árida, pero de una extraña belleza. El tiempo se nos agotó y cerca de las 10 salimos en camioneta para el salar (la única forma de circular por esa zona).
El lugar, inmenso. El tono blanco se perdía en el horizonte. Es que los 12.000 km cuadrados lo convierten en el salar más grande del mundo. Y sólo se puede recorrer una pequeña parte de él.
En el medio del camino paramos en un hotel de Sal, y nos llamó la atención un extraño episodio. En la entrada del establecimiento había un círculo con decenas de banderas de distintos países. En el medio, más alta, se encontraba la de Bolivia. Lo raro, era que debajo de esta bandera, estaba la de EE.UU., en un tamaño “extra grande” (la única que se veía desde lejos era esta bandera roja y blanca con estrellas). Habían sido unos yanquis que, tocados en el espíritu por la igualdad de su insignia frente a las otras naciones, habían decidido sacar una que traían consigo y colgarla en el lugar más alto de la plataforma. Cuando llegamos, una argentina irritada quitaba la bandera norteamericana con bronca y la dejaba en el hotel de Sal.
Más adelante nos topamos con la Isla del Pescado, que en realidad su verdadero nombre es la Isla del Inca. Allí pasaban la noche estos antiguos habitantes, cuando iban en sus excursiones a buscar la sal para sus comidas. Viajaban de noche por el excesivo calor de la zona. Almorzamos carne de llama, y a la tarde fuimos al cementerio de trenes. Con la noche acercándose, volvimos a alojarnos en nuestro hospedaje gratuito.
Continúa el viaje
Dejamos Uyuni con un bronceado brusco y ardiente, y nos dirigimos a Potosí a visitar las minas. Allí también conocimos la Casa de la Moneda, lugar donde hace 400 años se acuñaba con una tecnología rudimentaria el metálico extraído del cerro.
El próximo destino fue Sucre, una ciudad muy linda y tranquila, con muchas casas de estilo colonial y un color rojizo en la tierra que me hacía recordar a Misiones.
De allí tomamos rumbo a Santa Cruz, lugar donde permanecimos una tarde sin hacer noche. Aquí Eugenia se descompuso, y tuve que alternar el rol de periodista y enfermero por unas horas.
Lo cierto es que hacía semanas que Eugenia buscaba a sus amigas. Y el dato que le llegó era que estaban en Villa Tunari. Nada sabíamos de este lugar cercano a Cochabamba, pero de todos modos decidimos que podíamos pasar unos días allí.
Llegamos en la madrugada, con lluvia y con pocas ganas de gastar en alojamiento por sólo unas horas. Así que decidimos dormir un poco frente a una plaza. Al otro día, las nubes comenzaron a disiparse y asomó un cerro cubierto de vegetación. “Mirá, Euge”, le digo, “me parece que esto es medio selvático”. Enseguida, veo algo verde sobre una palmera. Me acerco, y ésta estaba cubierta de cocos. También sentía un ardor en las piernas, y cuando me veo me habían picado los bichos durante la noche por dormir en el piso. Era la primera vez que veíamos selva en nuestro viaje por Bolivia.
Un paraíso en el medio del recorrido
La sorpresa hizo que Villa Tunari fuera para nosotros mucho más que un lugar maravilloso. En las casas sólo había cocoteros y la vegetación desbordaba todo el paisaje. Buscamos un camping y encontramos a José, alias Gusano, que por 5 bs ($2,50) nos dejó tirar las bolsas en su parque. Él era el encargado de turismo de la villa y hacía excursiones a la selva por 100 bs, con el objeto de ver animales y conocer la zona selvática.
Eugenia se quedó durmiendo, agotada por la descompostura, y yo me fui a un parque que estaba a 10 minutos de caminata. Allí pude ver a un oso sudamericano, que mantenían en cautiverio la gente de la reserva. También había monos de distintas especies que se comportaban como niños con los visitantes. Algunos se dormían en los brazos de las personas, otros los abrazaban y tomaban de la mano para caminar. Una experiencia increíble que no pude fotografiar porque cobraban 16 bs para entrar cada cámara.
Averiguando un poco, me enteré que el lugar había sido durante los años 70 y 80 el principal productor de cocaína de Sudamérica (por no decir del mundo). Durante este período, abierto por el dictador Hugo Banzer, se inauguró en Bolivia la época del gran poder para los narcotraficantes. Ahora, la cosa ha cambiado bastante.
Volviendo al relato, en la Villa existía una caída de agua (similar a una cascada), que vertía sus aguas sobre el río Espíritu Santo, un afluente del Amazonas. Uno podía bañarse ahí con toda la vista del lugar y si se quedaba un tiempo más, se encontraba con los pobladores del lugar llenos de historias sobre animales, cocaína, gente ahogada por el río, cacerías, peces gigantes y selvas interminables. También se podía comer algo por unos pocos bolivianos.
Cochabamba y el Carnaval de Oruro
Sin ganas de dejar Villa Tunari nos marchamos a Cochabamba, ya que Eugenia esperaba encontrar a sus amigas en esa ciudad (en la villa al final no estaban). Finalmente, las otras viajeras aparecieron y el grupo se hizo de 4. De ese modo, nos fuimos todos al Carnaval de Oruro sin intenciones de pagar alojamiento (se decía que los precios rondaban los 50 dólares por persona).
Allí el clima era particular. Se respiraba olor a alcohol de diferentes grados, la gente arrojaba con violencia agua en los rostros de los transeúntes y las calles estaban atiborradas de personas. La ciudad estaba de fiesta y nadie quería quedarse afuera.
Debido al caos que reinaba perdí a mis amigas. Solo, me ubiqué en una tribuna para ver las comparsas. Cobraban 100 bs por estar ahí, pero nadie me dijo nada sobre comprar algún ticket, así que me callé la boca y me dediqué a observar.
Luego de 4 horas de estar sentado, me fui a dar una vuelta por Oruro y conocí a Vivian y Cata, las dos chilenas que me acompañarían más adelante a Coroico por el camino del Inca. Ellas, a su vez, me presentaron a un grupo de 10 chilenos que me dejaron dormir gratuitamente en una habitación rentada por ellos hacía unos días.
A la noche fuimos de vuelta al Carnaval, festividad que durante 3 días no para (sólo un rato se descansa desde las 4 a.m. hasta las 9 a.m.). Allí, otros jóvenes de Bolivia, Argentina y demás países se sumaron a una gran fiesta que hicimos en el medio de las comparsas.
Al otro día nos despedimos del Carnaval y partimos para La Paz.
En la cima de Bolivia
La Paz es otra ciudad hermosa. Llegamos temprano y nos encontramos de nuevo con festejos de Carnaval (De hecho, éstos estuvieron presentes en todas las ciudades del país). Hablamos con Miguel, quien nos informó sobre el camino a Coroico y luego caminamos por las calles empedradas.
De pronto, nos topamos con una banda de cumbia y con paceños bailando por doquier. Se ve que llamamos la atención, porque comenzaron a acercarse personas que nos regalaban cerveza y whisky con jugo de mango. Me presentaban sus mujeres y me pedían permiso para bailar con las mías (?), a lo que yo respondía afirmativamente mientras Cata y Vivian observaban con un poco de gracia. Una persona se me acerca y me pregunta de dónde soy. “¡Argentino!” dice, y me da un gran abrazo, “pensé que eras francés”. Enseguida me presenta a su señora. Otros se enteran y se ponen contentos de mi nacionalidad. Me hablan mal de chilenos, y Vivian y Cata que estaban atentas, se hacen pasar por compatriotas y reciben sendos abrazos. Me causó sorpresa cómo nos quieren y supuse que el alcohol tenía un poco que ver. Ya estábamos medios mareados cuando decidimos irnos.
Al día siguiente iniciamos el largo Camino a Coroico. Y a la vuelta, luego de un merecido descanso y una buena ducha, me fui solo a Copacabana.
La Isla del Sol sonríe a sus visitantes
En Copacabana no hay cajeros electrónicos, así que mi situación económica comenzó a deteriorarse en este punto de mi viaje. Junté los bolivianos que tenía y compré una gran bolsa de fideos, unas latas de tuco y pan. Luego me crucé de casualidad con Eugenia, mi antigua compañera que también iba para la isla con sus amigas. Recién al otro día fui al puerto, para encontrarme con mi destino. El barco salió temprano y ni bien llegó a la isla avisté una playa de arenas blancas donde se podía acampar sin ningún inconveniente. Sin demoras, y con ese paisaje de fondo, organicé mi hogar para los próximos días. Era el nuevo del vecindario. Enseguida me recibió un argentino, llamado Gastón, que estaba junto a dos tucumanos, Hernán y Diego. A la noche hacían un gran guiso de fideos (no comería otra cosa en los próximos días) y ya estaba invitado. La reunión se hizo en una caseta que alquilaban un cordobés y un neuquino, y la asistencia fue destacable. Una chilena muy linda, llamada Carolina, me contó que dos franceses habían alquilado un bote y que su intención era llegar remando a la Isla de la Luna. Me llamó la atención el destino. Este lugar es sumamente extraño y pocos turistas llegan allí porque el pasaje es muy caro. En la isla se encuentra un antiguo santuario donde vivían las vírgenes que eran entregadas al rey Inca como una forma de sacrificio. En fin, había escuchado mucho sobre este lugar misterioso pero no estaba en mis planes ir. Ahora, Caro me cuenta que ella y sus dos primas estaban invitadas, y que había lugar para uno más. Ni lo pensé. Partían al otro día temprano, y el único requisito era remar y remar. A las 9 de la mañana comenzó el itinerario desde la playa norte de la Isla del Sol. Fueron horas de remar bajo el sol para llegar cerca del mediodía a la parte sur. En frente, nos esperaba la Isla de la Luna a una distancia prodigiosa.
De La Paz a Coroico por un camino ancestral
Marzo 1, 2009 | Por viajante | # Enlace permanente
Cuando uno viaja de mochilero por algún país, es habitual encontrar personas que recomiendan distintos destinos para visitar. Así, el boca en boca se convierte en la mejor oficina turística. En Bolivia, los lugares más destacados por otros viajeros son la Isla del Sol, Uyuni y sin lugar a dudas La Paz.
Muy por debajo, casi como un susurro, me llegó el dato de una ruta muy antigua, utilizada en épocas remotas por los incas, que estaba a pocos kilómetros de la Capital. El camino se llama El Choro, y por lo pronto, sólo sabía que llegaba a lugares de paisajes diversos e increíbles. Con esa información comencé a indagar, y casualmente, la mejor información me llegó de parte de un argentino. Se llamaba Miguel, era tucumano y en un primer momento no quiso contar qué hacía en La Paz. Luego, con los minutos, agarró confianza y fue soltando el misterio. La sorpresa fue saber que era prófugo de la justicia. De la Argentina, claro. Y en 5 meses se cumplían 10 años de lo que había hecho y ya podría regresar a su país. Son estos tipos, que en Bolivia se los llama maleantes, los que tienen la mejor data para los que viajan. Recorren los lugares con el conocimiento y la astucia suficiente para leer las mejores oportunidades que presenta cada lugar. Sin grandes sumas de dinero para vivir, tienen en claro dónde conseguir lo que precisan de la forma menos onerosa. Cruzarse con estas personas puede salir caro o barato, pero si uno le cae bien pueden solucionar varios problemas y dar una mano grande.
Área natural Cotapata
Ubicado al noreste de La Paz, se encuentra un espacio natural de 40.000 hectáreas que posee una diversidad inmensa. Altas cordilleras, campos de nieve, glaciares, praderas, humedales, turberas, bosques nublados o húmedos, selvas, ríos, cascadas y lagunas.
Esta área, llamada Cotapata, es atravesada por un camino precolombino que se atribuye su origen a la cultura Mollo. En su recorrido atraviesa casi todos los climas, desde los 5.000 metros de altura en su génesis hasta los 1.200 mts. de la última población, Chairo.
Si uno se pierde por este lugar es difícil que lo encuentren. Por eso, las agencias asignan un guía para los que quieren caminar por esta ruta. Obviamente, este servicio no es gratis. El precio ronda los 120 dólares (cerca de 850 bolivianos), e incluye carpa, comida, y demás elementos que se puedan precisar.
En este punto, es donde retorna Miguel. Se ríe mucho de la posibilidad de perderse, dice que el camino está marcado y que el guía es un negocio de las agencias de turismo. Comenta incluso que hay leña para cocinar, agua por todos lados y que se puede acampar en cualquier parte. “Hasta podés pescar truchas en el río”, agrega.
¿Confiar en un maleante para ir por un camino que casualmente se llama “el Choro” o pagar 120 dólares por un guía? Sin dudas, sale más barato que me robe Miguel a que me agarre una agencia de turismo.
Comienza el viaje
Desde Oruro viajo junto a dos chilenas. Se llaman Vivian y Catalina, y ambas se entusiasman con la posibilidad de caminar por donde pasaron los incas. Los 3 días de trekking no parecen generarles temor y preparan la mochila con lo indispensable (luego comprobaría que lo indispensable para ellas, sería casi el doble de lo que llevaría yo).
De La Paz nos tomamos un minibús hasta Villa Fátima por 1,50 bs. De allí, otro hasta La Cumbre por 7 bs. Llegamos cerca del mediodía porque las chicas querían dormir un poco más. Lo recomendable era levantarse temprano, pero ya no era tiempo de lamentarse.
En La Cumbre el clima es áspero. Un viento del este trae un frío húmedo que penetra el poco abrigo que llevamos y las nubes son extrañas, ya que están entre nosotros. Sin darnos cuenta, estamos a 4.600 mts de altura. Es nuestro primer desliz. En realidad imaginábamos un sol radiante y no un paisaje gris y desolado.
En una casilla, un guardaparque nos informa sobre el trayecto. Es difícil perderse si uno sigue el sendero (punto para Miguel), y hay mucha madera en el camino a medida que uno baja. Lo más peligroso es el río, ya que los animales en general no se acercan al sendero. Por las dudas, nos advierte de las serpientes y dice que en las poblaciones están comunicadas con radios. Ante cualquier inconveniente, se manda un alerta y la ayuda aparece.
No siendo demasiado los 4.600 metros de La Cumbre, el guardaparque nos explica que ahora debíamos subir a pie hasta los 4.860 por un sendero gris. Y que luego el camino se volvería más amigable, siendo la bajada la característica principal.
En síntesis, la subida nos robó cerca de 2 horas; el paisaje era cada vez más árido y luego de cruzar una montaña todo se veía blanco. Las nubes lo cubrían todo, y al borde del camino, sólo abismos.
En la bajada
De pronto el paisaje se abre, las nubes se disipan y por una grieta asoma una hilera de montañas y un valle de verde intenso. Muy pequeñas, se divisan unas ruinas y una cascada que las atraviesa.
Hasta allí caminando ya eran 5 horas. Podíamos acampar en ese lugar y esperar a que anochezca en 2 horas más. Sin embargo, continuamos. Y el camino pronto nos reveló un río que lo bordeaba y a ambos costados, montañas. En el medio de todo, nosotros.
Muy pronto, la humedad se convirtió en llovizna y empapados buscamos refugio en un caserío. Fue en vano. Las casas parecían abandonadas, sus puertas estaban cerradas y nuestras voces encontraban por respuesta un silencio seco. No había nadie allí. Sólo un espantapájaros arruinado y deshecho custodiando unas plantaciones de papas.
Caminando y caminando, con la noche sobre nuestras espaldas, nos cruzamos con un niño de 10 años que arriaba a sus llamas. Nos señaló una casa y hacia allí nos dirigimos. Un poblador aymará nos recibió sin sobresaltos. Nos contó que habíamos llegado en temporada de lluvia y que el tiempo iba a permanecer así hasta abril. Eso significaba 3 días de caminata bajo el agua. El lugar donde estábamos se llamaba Samaña Pampa y decidimos pasar nuestra primera noche allí, sobre los 3.900 metros.
Un detalle: todas nuestras cosas estaban mojadas. Encima se nos había ocurrido dormir los 3 en una carpa y dejar las cosas en la otra. Mala idea. Con la lluvia las mochilas se empaparon y al otro día nos encontramos con que la única ropa que teníamos seca era la que llevábamos puesta. Para mí no era problema ya que había llevado poca. Pero las chicas, bueno, ellas pensaban de otra manera y cargaron el bolso de remeras, pantalones, bombachas, buzos, etc.
Con una humedad que lo tapaba todo, Vivian y Cata desplegaron todo su arsenal de prendas esperando que se seque. Inútil. Sólo nos retrasó y volvimos al camino cerca de las 11 de la mañana.
La llovizna nunca paró. De hecho, a ratos se volvía más fuerte para luego volver a aminorar. Con el paso del tiempo, apareció algún arbusto y cerca de las 3 llegamos a un poblado conformado por algunas casas aisladas donde nos recibieron unos chicos. Nos cobraron 10 bolivianos por cocinar en su casa, ya que Vivian y Cata no querían gastar el gas de su garrafa (oí que en Chile este combustible es muy caro).
Otro poblador nos comentó que más adelante nos cobrarían 10 bolivianos por mantenimiento del camino y nos recomendó esquivarlo. Me llamó la atención que alguien de allí nos diera ese consejo, pero más tarde entendería. Sin embargo, las chilenas no quisieron saltearlo y pagamos el canon “manutención de caminos”. Vivian, por su generosidad, recibió de vuelto un billete falso que ya no podría cambiar.
Seguimos caminando, más mojados que nunca. Muy de a poco el paisaje fue mutando, la vegetación apareció, la lluvia, siguió, pero la vista se hizo más agradable. Las montañas eran imponentes y cada 200 metros veíamos una cascada o atravesábamos un puente o alguna comarca desierta.
A las 7 de la tarde llegamos a Challa Pampa (2.825 metros), donde pagamos 5 bs. por una habitación hecha de piedra y madera que nos protegió de la lluvia. Aquí, ocurrió nuevamente el proceso de vaciado de bolsos por parte de las chilenas. En vano les expliqué que con la humedad la ropa no iba a secarse y tendieron una soga para colgarla. La noche transcurrió tranquila y lluviosa.
Al otro día, me levanté a las 8 con la intención de llegar rápido al próximo destino, pero Vivian y Cata seguían durmiendo. En realidad, querían levantarse más tarde. Mientras de desperezaban, me puse a hablar con Marcela, una boliviana de 25 años, madre soltera de dos niños que vivían allí. Me contó que cosechaba coca en un pueblo cerca de Coroico, por 840 bs. por mes ($ 410). Trabajaba de lunes a domingo sin descanso y para ver a sus hijos debía hacer el mismo camino que habíamos hecho nosotros, para arriba y para abajo continuamente.
Me dijo que la mayor entrada económica para ellos eran los turistas particulares como nosotros, porque las agencias de turismo no les daban nada de dinero por acampar cerca de sus casas. Incluso, las agencias habían presionado para que los turistas no pudieran hacer el camino El Choro de forma autónoma.
También me contó que la recaudación por el impuesto que nos cobraron para manutención de caminos siempre desaparecía (la última vez se habían perdido cerca de 7.000 bs) y por eso me recomendó no pagar nada a esas personas.
De forma gradual, me dibujó una realidad dura para los que viven allí, debido al aislamiento, la hostilidad de las agencias, y en el caso de Marcela, se sumaba la caída del precio de la coca que había reducido su salario.
Cerca de las 11, las chilenas decidieron levantarse para comprobar que su ropa seguía mojada y entre que guardaron todo de nuevo, se hicieron las 12.
Tercer día de caminata
La vegetación era espesa, los caminos se hicieron angostos y la lluvia continuó incesante. Cerca de las 4, llegué solo a otro pueblo que estaba desierto. Me metí en una casucha para refugiarme del agua y esperar a las chicas que habían quedado atrás.
Llegaron luego de una hora. Vivian arrastraba una pierna por un dolor agudo en la rodilla. Llevaba mucho peso en la mochila (sobre todo mucha ropa mojada), así que intercambiamos equipaje y me ofrecí a llevar las dos carpas.
Se nos hacía de noche y debíamos hallar un lugar para acampar. Nos topamos con una casa de barro, frente a una plantación de maíz que ocupaba una parte de la ladera de la montaña. Estaba casi frente a un acantilado y se veía desde allí todo el paisaje de cerros teñidos de verde.
Adentro de la casa encontramos un poco de leña seca, unas papas y unas frazadas. Cerca de una hora tardamos en hacer fuego a causa de la humedad. Con eso, más unos choclos que sacamos de la plantación, cenamos como pudimos y pasamos la noche. Ah, olvidaba decir que otra vez las chicas colgaron toda la ropa esperando que se seque.
Al otro día volvimos a salir tarde. Entre que Vivi y Cata sacudieron y guardaron la ropa húmeda se hicieron las 11. Fue un día arduo, de mucha caminata. Pero después de 3 días de ver las nubes desde todos los ángulos –y hasta de caminar a través de ellas– apareció el sol.
Cerca de las 2 nos topamos con un poblador. Hacía 24 horas que no veíamos otro ser humano y nos causó sorpresa ver la soledad en la que vivía. Hablamos mucho, le entendimos poco. Pero ahora sabíamos que estábamos a 5 horas del anteúltimo punto del recorrido.
Más adelante, en el camino, nos encontramos con otro campesino. Ahora sí le entendimos bastante. Nos comentó que los animales atacan de noche (cerca de la 1 de la mañana) y que el más peligroso era el Onza (Yaguareté). Dijo que en el cerro de enfrente habían devorado a varias personas, las cuales se habían internado buscando un palo aromático por el cual se llega a pagar 7.000 bs. Nos explicó que el puma es muy pequeño para atacar y que el oso de montaña es un buen amigo. También nos advirtió de las serpientes que salen de noche.
Con esa información apuramos el paso (de hecho, las chicas parecían no sentir ya ningún dolor) y cerca de las 7 llegamos a un poblado llamado Los Japoneses. Pasamos la noche allí, cenamos con velas, y luego de un rato cayó con furia una tormenta que volvió a humedecer la ropa colgada de mis amigas chilenas.
Final
Al otro día comprobamos que otras personas que habían salido luego de nosotros ya nos habían alcanzado. Desarmamos las cosas y luego de una hora y media de caminar llegamos a Chairo, supuesto final del recorrido. Allí nos enteramos que el dueño de un minibús nos quería cobrar 150 bs. por persona para llevarnos a Coroico, precio que nos causó gracia. Sin embargo, la risa duró poco ya que tuvimos que volver a caminar cerca de 2 horas hasta encontrar un taxi que nos llevó por 10 bs.
Con la visita a esta ciudad terminó la síntesis de este viaje. Del paisaje no escribí mucho porque saqué muchas fotos. Por ahora, dejo algunas en el blog y más adelante colgaré el resto. El camino, a pesar de ser lluvioso y largo, valió la pena. Supongo que fuera de la temporada de lluvia, el paisaje se debe ver con toda claridad al igual que los animales que permanecieron ocultos.
Dos bolivias distantes o una sola dividida entre los que tienen y los que no
Cuando uno sale de Sucre o Potosí y viaja por ruta a Santa Cruz, el paisaje cambia. El altiplano árido, vasto y a simple vista vacío de riquezas, se vuelve poco a poco un territorio de vegetación cálido y húmedo, rico en selvas y recursos. Lo mismo podría decirse de la ciudad de Santa Cruz. Dividida en anillos, uno puede ver la cara andina de Bolivia, la de los puestos informales sobre la calle y los rostros de rasgos indígenas, en los anillos de afuera y ver cómo cambia la geografía urbana al adentrarse en ellos. Ya en el segundo anillo, los puestos callejeros desaparecen y dan paso a locales comerciales de grandes vidrieras y mercaderías más sofisticadas. Y en el corazón mismo de la ciudad, entidades financieras, shoppings y locales de venta de celulares. La ciudad vista así es distinta a la del resto del altiplano. Y en base a la oposición Camba-Coya (los primeros asentados en la parte oriental de Bolivia; los segundos en la occidental), y a supuestas diferencias raciales, económicas y culturales, Santa Cruz se rige como centro opositor autonomista, con intenciones de separación territorial. Sin embargo, dentro de la ciudad donde se concentran las riquezas y sus poseedores, la distancia entre oriente y occidente no es tan real. En los locales comerciales, tanto del primero como del segundo anillo, son los coyas en su mayoría los empleados. Los dueños, en general, son hijos de inmigrantes de rasgos europeos. De hecho, la mayoría de la población cruceña es de rasgos indígenas o mestizos, lo cual parece cuestionar la idea de una Santa Cruz blanca y racialmente distinta. Entonces, leyendo así las cosas, la principal brecha parece ser económica. Sin embargo, muchos cruceños ponen el acento en las diferencias culturales. “Los cambas somos distintos a los coyas. Nosotros siempre vamos para adelante, nunca nos detenemos. Los coyas no tanto, ellos quieren las cosas fáciles”, dice Roberto, un boliviano rubio dueño de una zapatería. “Mirá, yo no sé mucho de política, pero te voy a explicar qué hay que hacer con ellos. Agarrás así (hace gesto de un arma larga, por como la toma parece ser una carabina), y pum!, pum!, pum!, uno a uno hasta que no quede ninguno”. Detrás del patrón, se encuentra la empleada (de marcada ascendencia indígena) con la mirada perdida en el suelo. En un locutorio, los dueños parecen ausentarse. Me atiende Matilde, dice que es de Potosí y que ha trabajado por toda Bolivia. En líneas generales, dice estar de acuerdo con la nueva constitución aprobada hace unas semanas por un referéndum. “El problema es que ahora algo de las riquezas se están yendo para La Paz. No es una cuestión entre cambas y coyas. Si éstos que son racistas son los gringos que se vinieron a vivir acá. Pero ahorita mucho no te puedo contar porque los dueños me pueden oír desde arriba”. La situación ahora se muestra más tranquila. Hasta hace unas semanas, grupos neonazis recorrían la ciudad golpeando coyas. Del otro lado, se organizaron agrupaciones guevaristas para contraatacar. El referéndum parece haber traído la paz a Santa Cruz y los conflictos se han aminorado en los últimos días. Por las calles los cruceños caminan tranquilos y despreocupados. Por debajo, las diferencias subyacen y las heridas están frescas. Antecedentes En 1952, el gobierno de Paz Estenssoro nacionalizó las minas, estableció el monopolio de exportación de estaño, impulsó una reforma agraria, el voto universal y una reforma educativa. La Falange, principal partido de oposición en ese entonces, impulsó en 1958 un movimiento regionalista radical en Santa Cruz, luego sofocado por el ejército y milicias campesinas. El elemento racial de esta reacción estaba fuertemente arraigado. Por ejemplo, había segregación racial en autobuses y cines, donde los indígenas tenían prohibido entrar.
El placer de caminar desde Brasil a Salta
Vagando de noche por las calles de Potosí me encontré con Juan. Argentino, convertido en artesano por necesidad, salió hace 9 meses desde Ushuaia y no quiere parar hasta llegar a Venezuela. Hablamos. Me cuenta algunos detalles de su viaje, y de pronto una chispazo aparece en su rostro. “Hablá con él (señala a otro artesano que está a 3 metros), él sí que tiene una buena historia. Te vas a sorprender”. En un áspero español afrancesado, Antonhy me cuenta desde el principio. Vivía en un pequeño poblado cerca de Lyon, Francia. Trabajaba como campesino, a veces con alguna changa, y así se mantenía. Un día, se levantó con energía de la cama y se decidió por viajar por Sudamérica. Hace un año y medio que ronda por las rutas. Hasta ahí todo normal (si consideramos normal estar un año y medio vendiendo artesanías a miles de kilómetros de casa). Sin embargo, de pronto la cosa cambia. Me cuenta que estando en Londrina, Brasil (estado de Paraná), conoció a otros viajeros y en un acto de democracia griega se decidieron por caminar “hasta donde les dé”. El grupo quedó conformado por Antonhy, Titi, Coco, Jey, Guen y una perra, llamada Kéti (Kitty). De ese modo, un paso le siguió a otro y se marcharon de Londrina sin que ninguno supiera hasta donde llegaría la caminata. De 15 a 25 kilómetros hicieron por día y luego de 9 meses, aunque cueste creerlo, llegaron a Salta. Fueron cerca de 3.000 Km. a pie. ¿Parece increíble? Dicen que sólo tomaron un auto cuando Kéti enfermó, y luego de su recuperación siguieron ejercitando las piernas y caminando, caminando y caminando. Por Chaco, decidieron que estaban cansados, que la mochila era un obstáculo y que la habían arrastrado demasiado tiempo. Por eso, compraron una mula. Sí, a este animal al que adquirieron por $800 y que bautizaron Sorro, le tocó la tarea de transportar la carga por el resto del camino. Por eso le tomaron un gran cariño. También cuenta que por El Dorado, provincia de Misiones, se les ocurrió la idea de construir una balsa y viajar por el río Paraná. Tomaron unas maderas que encontraron sin saber que tenían dueño, y cuando éste pudo observar el extraño delito al que se sometían sus pertenencias, decidió sacar su rifle y disparar a los desconocidos para disiparlos. Sin embargo, no todas fueron malas. Cuenta Antonhy que por las provincias, en los pueblos donde no llega nada por fuera de la época de elecciones, encontraron una gran hospitalidad acompañada de una gran pobreza. Igualmente, con muchas personas intercambiaron artesanías por comida. Así, caminando y vendiendo lo que podían, pudieron llegar hasta Salta, donde la mula Sorro fue nuevamente vendida. De allí comenzó su viaje hacia Bolivia. Suponiendo que muchos no creerían esta historia, les pedí alguna foto u otra información adicional a estos viajeros. Pueden comprobar esta historia en https://aventureamerique.blogspot.com/ , el detalle es que está en francés. Si sólo quieren ver una foto, hagan clic aquí.
En el Potosí no sale el Sol
Durante la noche cayó granizo y la ciudad de Potosí amaneció fría y nublada. Por el clima, los turistas se desvanecieron y el cerro se mostró mas sincero que nunca. Éramos sólo dos personas queriéndonos adentrar en sus minas.
La historia del Potosí es conocida. La leyenda dice que Diego Huallpa subió sus laderas buscando una llama perdida y al hacer una fogata derritió la plata que brilló con luz de luna. Dos años contuvo Diego el secreto, hasta que los españoles se enteraron y montaron toda una maquinaria de enriquecimiento y muerte. Es famoso el cálculo que explica que se puede construir un puente desde Bolivia a España con la plata extraída, y otro, al lado seguramente, hecho completamente de huesos humanos. Los 6.000.000 de muertos desde la colonia explican esas sumas.
Decía que el día era gris. Miguel, quien alterna turismo y minería, fue nuestro guía durante esa mañana. A través de una de las miles de bocas que tiene el cerro Potosí, nos explicó cuestiones técnicas sobre la montaña (como que el agua siempre sale y el aire siempre entra, dato útil para quien se pierde en los túneles), sobre las creencias de los mineros y sobre las numerosas historias de los turistas que murieron durante el año pasado en estas minas. Luego de 15 minutos el recorrido terminó y Miguel con un cordial saludo se marchó.
Sentíamos que faltaba algo, que este cerro escondía otra realidad aparte de las vetas de mineral y que no podíamos marcharnos sin saber un poco más del lado oscuro del Potosí. Por eso, antes de que Miguel se aleje demasiado lo llamamos y le preguntamos sobre la vida en esta zona.
Al parecer, algo le tocamos a este minero de ojos penetrantes y gran fortaleza física. Durante media hora estuvimos hablando y escuchando sobre todo. Allí, pudimos ver a uno de los trabajadores que se suponen más fuertes y rudos de todas las actividades industriales, con lágrimas en los ojos. Nos contó que su abuelo murió a los 48, su padre a los 52, y él, que tenía 35 años, ya tenía 15% del pulmón tomado por Silicosis (“la enfermedad de las minas”). Dijo que el promedio de vida es muy bajo, que casi nadie llega a los 65 años, y que todos trabajan en las minas desde niños (José Luis, un niño de 12 años, nos contó luego que perdió a 8 de sus amigos). Sólo los pocos encuentran una “buena veta”, logran salir de la mina, mudarse a Sucre y comprarse un auto de US$ 40.000. Para el resto, la gran mayoría, sólo queda el consuelo de ganar unos pesos con la incertidumbre de morirse por un derrumbe o asfixiados por el gas.
¿Cuánto vale la vida de un minero? Según la póliza de seguro, US$ 3.000. La de un turista, en cambio, está valuada en US$ 300.000.
¿Cuánto mineral debe sacar un minero para sobrevivir? Cerca de 10 toneladas en 20 días, todo a través de su propia fuerza. El dinero recibido depende de la calidad extraída.
¿Cuán rentable es vender la plata hoy? Muy poco, la crisis ha disminuido el valor de este metal en cerca de un 400%. Aun así, cientos de mineros trabajan durante todo el año con el fin de mantener sus familias. Así de gris es esta historia.