El continente, el mar y las islas: Sobre mi viaje en Ecuador
Agosto 10, 2009 | Por viajante | # Enlace permanente |
Ver todas las fotos de Ecuador
Con Tumbes a mi espalda, se cerró mi ciclo por las rutas de Perú y comenzó el nuevo por Ecuador. La primera sorpresa que me dio este país, fue encontrarme con que la oficina de migraciones estaba a 3 km de la ciudad fronteriza.
Me moví a gran velocidad. Sellé el pasaporte y pedí el máximo de tiempo de estadía (3 meses) para no cometer el mismo error que en Perú. Enseguida me fui a Guayaquil, que junto con Quito, son las dos ciudades más grandes de Ecuador.
Por alguna razón extraña no quise recorrer la ciudad, y en sólo 15 minutos ya me encontraba en viaje a Montañita, una playa de la que hablan todos los que bajan por Perú. Unas horas más de viaje y por la noche me encontraba con el mar y descubría este pequeño poblado turístico de calles de arena.
En Montañita conseguí alojamiento por 3 dólares, gracias a unos argentinos que me crucé. No serían los únicos. A medida que recorría las calles encontraba nuevos compatriotas hasta llegar a pensar que éramos demasiados.
En eso me encontré a Diego, un artesano oriundo de Buenos Aires que conocí en Villazón, Bolivia, cuando inicié mi viaje. Él estaba con Helena, su mujer colombiana, que esperaba tener un hijo en algún país de Sudamérica donde se sintieran cómodos.
Ambos me hablaron de Manglaralto, un pueblito pegado a Montañita donde el alojamiento costaba 1 dólar y la tranquilidad reinaba. Con ellos pronto aparecieron nuevos amigos, muchos de los cuales estaban allí desde hacía meses, y otros –como yo–, desde algunas horas.
Pero el que piensa que sólo hay argentinos en este lugar seguramente se equivoca. Montañita es en esencia un lugar cosmopolita. A diario llegan turistas de todas partes del globo, haciendo que los distintos idiomas se entrecrucen por las calles, por los bares, por la playa, prácticamente decantándose en el aire.
Si en el pasado el valle de Quito fue un lugar de encuentro de las etnias de América en busca de clima apto y fertilidad, hoy la industria turística ha desplazado ese interés a Montañita, atrayendo personas de lugares distantes y quitándoles el sueño por las noches.
Así, este lugar propone a sus visitantes mar, playa, partidos en la arena, noches de intercambio cultural y un aluvión constante de personas que hace que los turistas eviten aburrirse. Por caso, cierto día me perdí un partido contra un equipo conformado con algunos jugadores de la selección ecuatoriana de fútbol, como Hurtado y Caicedo. Durante esa tarde, el equipo con los argentinos se impuso 2- 0 a los profesionales.
Lo que sí cuesta en Montañita es aislarse de esa vorágine y respirar un poco. Por eso, luego de unos días acepté la invitación de mis amigos y me fui a Manglaralto.
El alojamiento por 1 dólar no era lo único que ofrecía Manglar. En la casa de Pocho –el alojamiento– había cocina, varias habitaciones, algunas cabañas en la playa y varias hamacas dispersas por el lugar. A diario pasaban carros vendiendo cocos, plátanos, queso, pescado, mariscos, etc., a precios muy bajos.
Por mi parte, con frecuencia ayudaba a los pescadores con sus grandes redes y me llevaba algunos kilos de pescado que compartíamos entre todos. En lo de Pocho se organizó una buena comunidad. Si alguien cumplía años cocinábamos para todos y a la noche encendíamos un fogón en la playa.
Allí, también, aprendí bastante sobre alimentos, hierbas medicinales, historia de Ecuador, actualidad política, entre otras cosas, todas muy diversas. Lo más importante fue la información de cómo llegar a las islas Galápagos.
Luego de unos días apareció Juan Martín –mi antiguo compañero de rutas–, junto con Gustavo, un argentino que viajó a la selva para tomar Ayawaska y que encontramos en Huanchaco, Perú. Luego de ese viaje interior, Gustavo inició otro más externo junto a nosotros hacia el norte, sin otro objetivo que el que surgiera en el momento.
Mientras tanto, en la casa de Pocho, una mañana el lugar amaneció un poco convulsionado. Cintia, otra argentina que viaja a México junto a su amiga Lila, se encontró con la sorpresa de que su billetera no estaba. Luego de repasar lo que había hecho durante el día anterior, se dio cuenta que la había olvidado en un taxi. Así que sin nada de dinero, debía ir a Montañita a vender alguno de sus trabajos en cerámica para recaudar algo y poder seguir adelante.
Ese día yo andaba demasiado agobiado. Ya en mi mente había visualizado en qué hamaca iba a descansar y qué libro iba a leer o utilizar de almohada. Viéndola a Cintia preocupada, me agarró un ataque de solidaridad y me ofrecí a ayudarla, pese a las quejas de mis piernas cansadas.
Fue así que medio desganado me convertí en vendedor de artesanías. En ese trajín de negociaciones, marketing, y tire y afloje por los precios, apareció sobre una reposera descansando un tal Lobo. Decía que era de Galápagos, que tenía un bar y que podía trabajar en él. También me ofreció alojamiento con cocina, y me aclaró que era guía de turismo, así que podía conocer los lugares sin tener que comprar las excursiones. Mejor imposible.
Luego de ese encuentro, y con el pasar de los días, me fui convenciendo de que tenía que hacer un intento por Galápagos.
En Manglaralto y Montañita terminaba mayo y pareció un fenómeno generalizado que todos los conocidos coincidieran en partir, tanto los que estaban desde algunos días como los que permanecían allí desde hacía meses. Algunos se fueron al norte, otros a la selva; muchos regresaron a sus respectivos países, y yo –el único–, escogía el oeste.
Así fue que junté mis cosas, armé mi mochila y me despedí de este hermoso lugar.
Juan Martín, que debía regresar a Argentina, hizo lo mismo y nos fuimos juntos a Guayaquil, para finalmente despedirnos y seguir cada uno con su rumbo.
Zona de promesas
Pasaje de ida: costo 80 dólares. Noches 6. Incluye: camarote privado, pensión completa (Desayuno, almuerzo y cena), traslado de isla a isla y alguna que otra fruta sustraída por la tripulación de los cajones que van a Galápagos.
Pasaje de vuelta: costo 25 dólares y un pez espada. Incluye: lo mismo que en el pasaje de ida, pero las frutas son sólo naranjas de la isla Isabela.
Nuevamente, y como tantas otras, volví a quedarme solo en las calles de una ciudad lejana. Lo único que tenía eran unas cuantas indicaciones para llegar a unas islas ubicadas en el medio del pacífico, y el teléfono de un residente de ese lugar que podía llegar a ayudarme. Sin darme cuenta, ya había comenzado la odisea de llegar a Galápagos.
Como había mencionado anteriormente, fueron 12 días viviendo en el puerto de Caraguay. Con los días, ya todos me conocían en el lugar. “Che boludo”, “Hey, Argentina”, me llamaban para preguntarme cómo seguía el intento.
Por ese entonces se jugaba el partido entre Ecuador-Argentina, así que muy pronto comenzaron a presionarme. “Si gana Argentina no te llevamos”, me gritaban con risas desde un barco. En esos días todos los ecuatorianos se mostraban confiados en que su selección iba a ganar el partido. Y les decía “mirá que en Montañita a su selección le ganamos”, y les contaba lo ocurrido. De vez en cuando aparecía un cubano que me quería llevar a jugar al Emelec. “Todos los brasileños y argentinos juegan bien al fútbol”, se justificaba.
Luego del partido vinieron las gastadas. “Qué pasa, Argentina, ¿y ahora?”, “ustedes van al repechaje”, “Maradona llora, che boludo”, entre otras. Por suerte, cuando me subí al barco, prácticamente se habían olvidado del fútbol. Y por fin pude despedirme de Guayaquil, una ciudad que puede catalogarse como “la capital del guardia de seguridad privada”.
Algunos detalles de mi viaje como polizón por el mar: el camarote privado tenía una ventana al mar y era bastante cómodo; el primer día comí muy poco por el mareo, pero el segundo ya era un marinero más y no había rastros de ningún mal; la comida era excelente; escribir en un barco es un entretenimiento perfecto cuando se viaja por el océano.
La primera escala fue la isla San Cristóbal, donde el barco permanecería un día. Podía quedarme aquí, pero el costo de las lanchas que llevan de una isla a otra es de 30 dólares (más un hotel 15 dólares más). Así que decidí que mi estadía en Cristóbal y Santa Cruz estaría atada a la permanencia del barco.
En Cristóbal bajé temprano, busqué información y me fui hasta la lobería, donde hay iguanas y lobos marinos. Más tardé visité la bahía donde Darwin arribó por vez primera a las islas. Con ese recorrido se me fue el día.
Retorné al buque y pasada la medianoche nos fuimos a Santa Cruz, el principal centro turístico de Galápagos. El barco permanecería dos noches allí, así que me puse en contacto con la gente del Sicgal en la isla, para ver si me podían ayudar con el alojamiento. En esta ocasión, Tony y Guido me dejaron utilizar su oficina para descansar e incluso me llevaron a dar un paseo por Puerto Ayora.
La principal atracción turística de Santa Cruz son las tortugas gigantes. Luego de conocerlas, encontré a una argentina que trabajaba de voluntaria en el parque. Su nombre era Florencia y siendo abogada dejó las oficinas de Buenos Aires y su antigua vida, para iniciar una nueva en estas islas ubicadas en el centro del mundo. “Con esta decisión me decían que estaba loca, pero en realidad lo estaba si me quedaba allá”, dice con una sonrisa.
Otro de los lugares para ir es Bahía Tortuga, donde hay una playa, a mi juicio, perfecta. En ese lugar descansé un rato y recibí una invitación a una fiesta a la que nunca fui. Al otro día visité los túneles de lava y luego de una tarde por las playas me fui al barco a esperar el último viaje antes de mi destino final.
Como mención final del barco, puedo decir que el trato de la tripulación siempre fue excelente, aunque me faltó ver sonreír al capitán Jorge Game. Esta persona es un ex comandante de la marina que según cuentan, se casó con una señora adinerada de la cual recibió el honor de capitanear su barco de carga.
Quizás por su pasado en las FF.AA., su forma de ser era más fría y distante, aunque sin ser agresiva ni hostil. Como el domingo era el día del padre en Ecuador, el capitán Game abandonó la embarcación en la isla Santa Cruz y se tomó un vuelo a Guayaquil para pasar la jornada en familia. Esa noche un nuevo capitán reemplazó al ex marino y la tripulación aprovechó para comprar unas botellas de vodka y festejar algún acontecimiento nunca especificado.
A la mañana el buque arribó a Isabela –la última isla y mi destino final–, con la sorpresa de que “El diablo”, uno de los integrantes de la tripulación, se había caído de la cama producto del movimiento generado por el mar y el alcohol. Ahora, este tripulante lucía una terrible cicatriz en la parte superior del labio.
No tuve tiempo para mediar en la discusión que se generó en el barco. Una pequeña embarcación repleta de cajones de cerveza me alcanzaba al embarcadero de la isla Isabela, poniendo fin a la odisea de llegar a las islas y demostrando que al final, luego de tanta espera y sufrimiento, hay recompensa.
El reinado de Isabela
La sensación era de fragilidad. Sentía que cualquier sospecha podría hacerme regresar al barco y tirar por la borda todo lo realizado hasta el momento. Y la preocupación venía por la mochila que me delataba frente a las miradas poco acostumbradas a ver un turista bajar de un buque de carga.
Casi sin mirar a los costados, empecé a caminar con la cabeza gacha por un sendero que para mi suerte, me llevó directamente a las oficinas del Ingala. Este organismo controla el ingreso y la permanencia de las personas en la isla. Todo aquel que no es oriundo de Galápagos sólo puede permanecer 3 meses, y a los que quieren trabajar, sean o no de Ecuador, se les hace un contrato de un año como máximo.
Y los controles siguen. Cada familia sólo puede tener un auto y ya no se permite la radicación de colonos. Esta última situación hace que el matrimonio con un residente para conseguir “la ciudadanía” se cotice en miles de dólares.
Así estaba armado el escenario cuando me tocó llegar. Afortunadamente, el Ingala no se fijó en mí y se me abrió el camino para encontrar a Lobo y organizar mi estadía en Isabela.
Fue una linda sorpresa encontrarme con el bar en la playa. La ubicación era insuperable y en ese lugar las iguanas bebés buscaban refugio de sus predadores, inundándolo todo de vida.
Como Lobo no estaba me fui a hacer snorkel a una bahía cercana, donde me topé con una tortuga marina inmensa que le faltaba la aleta trasera. Nadar con ella fue de lo mejor que me regaló Galápagos (en los días subsiguiente me tocó ver otras pero ninguna del tamaño de la primera). También aparecieron rayas, lobos marinos, pingüinos y grandes cardúmenes de peces con colores brillantes.
Al principio nadaba con un poco de cuidado. En enero de este año un tiburón tigre de un metro y medio atacó a un surfista en aguas cercanas a un faro. El animal lo tomó por la pierna e intentó jalarlo hacia las profundidades. Luego de una breve batalla el tiburón lo soltó dejándole al joven una profunda herida. Ese fue el único ataque registrado en Galápagos y no fue mortal.
Como sea, luego de la experiencia de nadar con tortugas ya no dejé de hacer snorkel en esa bahía.
Cuando regresé al bar (Sealion es el nombre), encontré a Lobo que volvía de hacer una excursión al volcán Sierra Negra. Luego de ponernos al tanto, me dio su casa para que duerma ya que no la estaba usando, arregló con un restaurante para que me diera las 3 comidas y me dio unos dólares diarios a cambio de 6 horas de trabajo.
Los primeros días aproveché para conocer el pueblo llamado Puerto Villamil. Allí se concentra la población de Isabela, aunque varias personas viven en las chacras de la parte alta de la isla.
En las afueras de la población se encuentra el centro de crianza de tortugas gigantes. En ese lugar, un gracioso cartel da la bienvenida a los visitantes que pueden dar un recorrido por las instalaciones y descubrir, como es el proceso que va desde la eclosión del huevo hasta el desarrollo completo del animal.
También, relativamente cerca, se encuentra “el muro de las lágrimas”, una pared de 7 metros de alto construida por los reos que eran llevados a la isla para redimir sus delitos.
Ya más lejos, se encuentra la figura del Sierra Negra, volcán que aun permanece en actividad. El viaje hasta allí ronda los 35/45 dólares, pero pude hacerlo sin cargo gracias a una excursión que organizó Lobo para unos gringos. Yo sólo me subí a la camioneta y me dejé llevar.
Por ese entonces me llegó un regalo de mi amigo Francisco. El Nº 93 de su historieta Joselo me fue dedicado, así que lo mínimo que puedo hacer para agradecerle es ponerlo en mi blog.
Los días en Isabela iban pasando rápidamente y ya casi todas las personas me conocían. Al igual que en Guayaquil, el fantasma del “che boludo” comenzó a recorrer la zona, sólo que aquí muchas veces simplificaban mi apodo a “el che”, o a veces, “argentino” a secas.
Con respecto al trabajo –o el camello, como le llaman en Ecuador–, mi puesto se caracterizó por las idas y vueltas. Por la poca cantidad de turistas que arribaban, Lobo me desplazó luego de una semana del bar a una oficina de turismo donde no pasaba nada. Viendo la inactividad que había allí, me puse a ayudar en un restaurante a un amigo. A los 4 días, Lobo me volvió a llamar para que vaya al bar y así tuve que dejar “botado” el recinto de comidas. De nuevo, la cantidad de turistas mermó y me mandó otra vez a la oficina, y a su vez, retorné al restaurante.
Lo que me había ayudado era saber un poco de inglés, ya que la mayoría de los turistas eran norteamericanos. Lo que pude percibir era que lo aprendido en la escuela puede servir para prestar servicios, mas no para hablar de algún tema más interesante. Dilemas del sistema educativo.
Lo cierto es que ya a lo último, el Ingala sabía que estaba trabajando, así que lo mejor era partir para el continente. En fin, mi estadía duró más de un mes y en ese tiempo encontré a muchas amigos y personas maravillosas. Además, fue la primera vez que en un lugar no había argentinos viviendo (sólo encontré tres turistas que viajaban en moto y sólo permanecieron una noche). Aunque en la isla se podía escuchar 3 bandas de mi patria: Vilma Palma, Soda Estereo y los Enanitos Verdes.
También puedo mencionar que estuve a punto de irme a Costa Rica. Unos pescadores, estaban varados desde hacía un mes en la isla y me ofrecieron llevarme a su país sin cargo. El problema era que no había forma de sellar el pasaporte y eso significaba problemas legales en la frontera. Finalmente, los ticos me regalaron un pez espada de 10 kilos con el que pagué parte de mi viaje de regreso.
Ya sobre el final, llegó el Monserratte a Isabela, el barco que me iba a traer a Galápagos en un principio. Esta vez no hubo reparos en llevarme. Sólo me sorprendió que el día estuviera soleado, ya que siempre que dejo un lugar el cielo se nubla.
Cuando me encontraba a punto de embarcarme, me anunciaron que el carguero se atrasó y que recién al otro día partiría. Como era de esperar, al otro día las nubes lo cubrieron todo y hasta una breve llovizna insinuó mojarme.
Repartiendo abrazos me despedí de Isabela, con la certeza de que lo mejor de la isla era su gente.
De regreso
En el barco, el capitán que había descrito como “un hombre serio, canoso, de unos 60 años”, había cambiado. Bueno, las canas y la edad seguían como antes, pero ahora se mostraba mucho más simpático.
Antes me crucé a la tripulación del barco que me había traído, el Marina, y con algo de suerte, pude ver al Comandante Jorge Game reírse. Fue casi lo último que vi antes de ingresar de lleno al océano.
Luego de unos días por las islas y por el océano, el Monserratte llegó a Guayaquil. En el puerto me esperaba el ingeniero Armando Arzube del Sicgal con una sorpresa. Un día después de irme para las islas, llegó el padre de Francisco con un paquete traído de Argentina. Como yo ya no estaba se lo dejó a Armando. Allí había cartas de mi familia y de amigos como Fran, Cecilia, Érica y el Tano. También había una caja de alfajores marplatenses. La alegría fue enorme.
Raídamente me despedí de Armando, agradeciéndole de nuevo todo lo hecho y me marché para Quito. En la capital de Ecuador permanecí sólo dos noches y luego, como ocurre desde hace 6 meses, otra vez a la frontera para reiniciar mi ciclo en otro país.
Postales de las islas encantadas
“Islas todavía desconocidas, desamparadas de los hombres, ¡cómo pudierais permanecer siempre, para dicha de unos pocos, hurañas vírgenes! Quizás último asilo de los locos de la tierra, mas sobre todo, último asilo de primitiva poesía. Incomparable fuente de emociones para todos aquellos que, artistas, modernos ermitaños u hombres de ciencia, son atraídos por la belleza fantástica de los paisajes de un comienzo del mundo, o por una vida noblemente ganada en la soledad, o en fin, por una sed de descubrimientos.
Los otros poco tardarían en cambiarlas en tierras de provecho, en hacer desaparecer de vuestras costas lobos de mar, pájaros y flamencos, y en borrar de nuestro globo civilizado, dominio de la razón, este pedazo de tierra donde el soñar todavía es permitido. (Paulette E. De Rendón, “Galápagos, las últimas islas encantadas”)
George aguarda en soledad Es la tortuga más famosa de Galápagos. Los turistas que llegan a la isla Santa Cruz, preguntan por él, y cuando ven su silueta extraña comienzan a fotografiarla impulsivamente. Su nombre es George (Jorge); su apodo, el solitario. La razón de su fama es que es el último integrante de su especie. Al solitario George lo hallaron en 1969 caminando serenamente por la isla Pinta. Por más que buscaron, no encontraron otra tortuga que acompañe la monotonía de George. Décadas y décadas de caza de tortugas por balleneros piratas y científicos diezmaron la población de esta subespecie de Galápagos. Además, los chivos introducidos compitieron eficazmente por el alimento. Ahora, George vive en un centro de crianza acompañado de dos hembras de otra subespecie genéticamente similar. Mucho se ha esperado para que se reproduzca, pero por el momento los intentos son en vano. Se dice que las hembras no son compatibles, que George es muy viejo, que no tiene ganas y hasta que es gay (en la foto se encuentra dándole la espalda a una hembra). Una idea sería devolverlo a su isla natal para que pase los últimos años de su larga vida en libertad. Pero siendo la atracción más fuerte del parque y vendiendo tantas remeras con su nombre, esta situación parece difícil. Por el sendero del magma Los túneles de lava conforman un atractivo inmenso para los que visitan las islas. Estas formaciones geológicas, además, explican un poco acerca de la formación del archipiélago hace unos 5 millones de años. En la isla Santa Cruz, uno puede caminar cerca de media hora por su interior sin que el túnel dé señales de terminarse. El ambiente se vuelve húmedo y si uno ingresa solo el silencio se vuelve paranoico. Sólo unas lámparas conectadas a un cable dan un poco de luz evitando que las personas tropiecen o se pierdan en la completa oscuridad. Luego de realizar este recorrido, me enteré de la existencia de otro túnel, de acceso prohibido a los turistas ya que no estaba iluminado. Hablé con el dueño y me dio permiso para ingresar, con la condición de que lleve dos linternas y dos velas, ya que advertía que quedarse sin luz allí era un camino de ida. Por suerte, la luz no se agotó y la experiencia fue increíble. Para destacar, la existencia de otros túneles que jamás han sido medidos, y por eso, se desconoce dónde terminan. Un intento por la paz Don Antonio es el dueño de los túneles. Llegó a la isla cuando nadie quería hacerlo, y por eso recibió una buena cantidad de tierras en la parte alta de Santa Cruz, donde la tierra es más fértil y la temperatura más agradable. Descubrió las cuevas por casualidad y hoy se queja de que no recibe apoyo de ningún tipo por el atractivo que ofrece a los visitantes. Sin embargo, no se lo nota resentido. De hecho, Antonio tiene un proyecto para darle a un representante de cada país del mundo, un terreno en la isla para que la persona interesada pueda desarrollar alguna actividad en él. El objetivo es promover la paz mundial desde Galápagos al resto del planeta. Su teléfono es 532-058 y espera los llamados que den luz a este proyecto. El paisaje Fauna Sólo iguanas marinas El desencanto de la civilización Sobre la irrupción del hombre en Galápagos existen un par de leyendas. La primera habla de la cultura Chimu, un pueblo que se ubicaba en el norte de la costa peruana, como los originarios visitantes de las islas. La segunda leyenda relata el avistamiento del archipiélago por parte de una expedición inca encabezada por Túpac Yupanqui. Según los especialistas, ninguna de estas leyendas es real. Por eso, la historia oficial del hombre y las islas comienza en 1535, cuando Tomás de Berlanga avistó sus costas y percibió un ambiente desolador y desesperante en ellas. Esta imagen de las islas pareció ser la misma según otros cronistas que visitaron las islas durante siglos, concordando con la idea de que las Galápagos no se presentaban amigables para la residencia humana. Por eso, no es casual que durante 200 años desde su descubrimiento, las islas hayan permanecido deshabitadas e inhóspitas. A esto se le sumaba la dificultad de encontrarlas debido a los vientos y corrientes marinas cambiantes, que a su vez explican el por qué del nombre “Islas encantadas”. Sin embargo, esto no evitó que el hombre sacara provecho de las islas. Y el botín que Galápagos ofrecía a piratas, balleneros y demás visitantes, eran las inmensas tortugas que podían vivir durante meses en las bodegas de los barcos y abastecer de alimentos a la tripulación por largo tiempo. Ente 1831 y 1868, cerca de 13.000 tortugas fueron sustraídas de las islas haciendo que algunas subespecies aparezcan en peligro de extinción y otras directamente desaparezcan. Esta depredación vino acompañada por la de los balleneros. Éstos cazaban a los cetáceos por el aceite que era utilizado para mantener vivas las lámparas de las grandes ciudades europeas. Casualmente, el primer ballenero arribó a Galápagos en 1789, año en que se encendían las luces de revolución francesa. Luego vinieron los atuneros, que en 1930 abastecían el 80% del mercado mundial con el pescado extraído de los mares de Galápagos. Con los primeros colonos que llegaron comenzó un nuevo mal: las especies introducidas. Éstas invasoras alteraron profundamente la vida de las islas, y al día de la fecha se estima en 500 las plantas exógenas y 300 las especies de animales que fueron traídas desde el continente. En fin, todas estas actividades hicieron que las autoridades ecuatorianas desarrollaran una protección más sofisticada para frenar la destrucción del medio ambiente de las islas. Hoy en día, 97% de Galápagos es parque nacional y sólo el 3% se permite habitarlo. Las actividades principales son el turismo, la pesca artesanal y los cultivos de las partes altas. Sin embargo, se puede comenzar a ver alguna contradicción entre conservación y desarrollo. Por ejemplo, la construcción de edificios ha interrumpido el flujo de agua entre el mar y las salinas, haciendo que algunas aves, como los flamencos, deban emigrar a otras zonas a buscar alimento. Las islas no están contaminadas, pero sí pueden verse algunos descuidos (muy pocos), como botellas y nylon en las playas. Si bien su cantidad es ínfima, una sola colilla de cigarrillo rompe la armonía que genera el paisaje y la fauna local. Muchos argumentan con razón, que los turistas son limpios y los descuidos provienen de algunas personas de la comunidad local. Puede ser cierto. Pero quizás, todos son responsables en alguna medida, por querer extender, como decía Paulette De Rendón, el dominio de la razón, y cambiar, aunque sea un 3%, parajes encantados en horizontes de provecho.
La odisea de llegar a Galápagos
“Tienen la mayor biodiversidad del planeta”, se escuchó responder a alguien. La Colo, quien había preguntado sobre las islas, mantenía aun la perplejidad en los ojos. En seguida, el resto de las personas se sumaron a la conversación acrecentando cada vez más la información. En eso, apareció Luis, un ecuatoriano que trabaja en los barcos que exportan bananas a Argentina, preguntando quién quería ir a las islas. De pronto, todas las miradas me envolvieron y no tuve más remedio que hablar de mi proyecto. -Tenés que ir a Caraguay -dijo Luis-. Ahí salen los barcos que van a Galápagos. Queda a media hora de la terminal de Guayaquil. Pero antes debés ir a la oficina del Ingala, porque sin esos papeles que te dan ahí no vas a poder entrar a las islas. Con eso y un poco de suerte en el puerto, quizás lo logres. La expectativa de la primera chance No lo pensé mucho. A los pocos días de esa charla ya estaba viajando para Guayaquil con la intención de embarcarme. Ni bien llegué, me dirigí al Ingala con el fin de conseguir los papeles, y me encontré con la noticia de que la oficina no abría hasta el otro día. También me informaron que definitivamente no otorgaban papeles para los que querían ir en barco. Esa noche la pasé en la terminal un poco triste por la noticia, pero con la esperanza de insistir. Por la mañana, en la oficina me recibieron dos mujeres quienes sorpresivamente no pusieron ningún reparo en darme los papeles y desearme la mejor de la suerte. Ahora las islas estaban más cerca. Con gran expectativa llegué al puerto de Caraguay, donde dos grandes embarcaciones permanecían amarradas, pareciera, esperándome. Pregunté por el Capitán del primer buque y me pusieron en contacto con él. Era un hombre serio, canoso, de unos 60 años. Su nombre era Livingston Sánchez y me dijo que tenía que hablar con el dueño del barco para que me diera el permiso. Lo esperé y a las horas apareció. Esta persona, propietario de enormes haciendas bananeras, me dijo que podía viajar, sólo me exigió una firma más del Ingala como requisito. Con una alegría enorme, casi tan grande como la fortuna de este señor, corrí al organismo y conseguí lo pedido. Ahora sólo había que esperar dos noches para que el Monserratte -el barco que me llevaría-, zarpase. Una ilusión como la de Odiseo y las sirenas Esa noche dormí en un camarote del barco, que me habilitó un marinero del Monserratte. A la mañana me encontré al capitán, quien me aclaró que mi viaje no estaba asegurado, ya que debía conseguir una autorización de la Marina. Sin perder tiempo hablé con los marinos que trabajaban en el puerto de Caraguay y me indicaron que debía ir al puerto marítimo donde había una capitanía. Atravesé toda la ciudad y una vez allí me aclararon que en ese lugar no se hacía ese trámite. Me mandaron a las oficinas ubicadas en el malecón, que quedaban en la otra punta de Guayaquil. Allí me recibió otro marino que me explicó que ya no se daban más esas autorizaciones. Dijo que un barco cargero no podía llevar a ningún pasajero por cuestiones de seguridad y que si quería viajar debía ir en avión como cualquier turista. Insistir fue en vano. Así, con una gran desilusión volví al puerto de Caraguay. Aquí, de nuevo volví a hablar con los marinos que custodiaban este muelle y les comenté lo que me había ocurrido. Me dijieron que como última posibilidad le pida al capitán del barco que me incorporé en el listado de zarpe como pasajero. De ese modo figuraría mi nombre en algún lado y no estaría ilegal. Busqué al capitán y aún no había llegado. El que sí estaba era el hijo del dueño, un tal Octavio Santos que los marineros no recomendaban mucho para hablar. Me le acerqué y con un poco de desprecio sólo me respondió evasivas sin prestar demasiada atención. Sólo le restó chances a la posibilidad de que pudiera viajar en su barco. Con esas nubes en el horizonte, ahora estaba todo en manos del capitán. Por eso, la posibilidad del Monserratte se alejaba cada vez más. Ese día volví a dormir en el barco, pero con la convicción de que sería la última noche en esa embarcación. A la mañana alguien habló con el capitán y éste explicó que no me llevaba por problemas internos con la tripulación y también con la Marina. La frustación fue doble: no sólo se iba mi oportunidad de ir a las islas sino también mi alojamiento flotante. Sin rencores, me despedí del Monserratte, agradecido con la tripulación por el apoyo recibido. Victoria y la segunda chance Ese mismo día la suerte pareció resurgir. La gente del Sicgal, el organismo que controla el ingreso de alimentos a las islas, me dejó alojarme en sus oficinas hasta que consiguiera barco y se comprometieron a ayudarme. En el puerto, a su vez, arribó el Victoria, embarcación que zarpaba para Galápagos en una semana. El Capitán de este barco, al igual que su predecesor, sugirió que hable con el dueño (el señor Don Huacho) para que me diera el permiso de viajar. El problema era que se encontraba en Galápagos. Como había tiempo, la gente del barco prometió hablar con él en la semana por teléfono. Esa noche dormí en el Sicgal y al día siguiente (sábado), me comentaron sobre la posibilidad de un avión logístico que viajaba a las islas los lunes y que solían llevar gente por 50 dólares. Un ingeniero del organismo fue hasta el aeropuerto y le informaron que estos vuelos estaban suspendidos desde hacía meses. Ahora, sólo quedaba la posibilidad del barco. Y ésta pareció concretarse cuando el miércoles por la tarde Don Huacho dio el Ok. Sólo restaba comunicárselo al capitán. Pero aquí ocurrió de nuevo lo mismo. Pretendía una autorización de la Marina y la chance volvió a alejarse. Sin nada que perder, volví a la capitanía de la armada acompañado por el ingeniero del Sicgal, para insistir por el permiso. Hablamos con un teniente nuevamente en vano. El rechazo fue seco y cortante ese viernes de junio. Así, la Marina se disponía a jugar el papel de Circe en esta Odisea. La paciencia transforma la conducta Luego de 11 días de dormir en el puerto y no tener ningún avance, practicamente me despedía de las islas. El sábado me levanté positivo y alegre, con un profundo agradecimiento por la gente de Guayaquil y del puerto, cuya ayuda fue inmensa. Mi intención era la de consultar un último barco para verficiar la negativa, y así, más tranquilo, partir hacia Quito. La sorpresa fue enorme cuando me dieron el sí. Esta vez ya no me pedían papeles ni autorizaciones de la marina. Viajaría ilegal gracias a la palanca universal: el dinero. Ahora sólo debía presentarme media hora antes del zarpe para viajar como polizón a las islas. Por la noche, en un movimiento rápido, ya me encontraba arriba del barco navegando por el río Guayas rumbo al océano. Al otro día desperté en mi camarote contemplando el Pacífico en toda su dimensión. Sus aguas cambiaban de color según el horario, pasando de un azul profundo a un turquesa violáceo. Los peces voladores acompañaban el viaje, agitando sus alas como si fuesen golondrinas de cortas distancias. Los marineros contaban historias sobre náufragos, tiburones, ovnis que emergen con el alba y criaturas extrañas que surcan los mares. Con el atarceder del tercer día, apareció cortando el horizonte la silueta de la isla San Cristóbal y con su figura acababa la travesía donde las Galápagos prometían ser el loto de esta odisea. El hombre más bueno de Guayaquil Su nombre es Armando Arzube y sin él nunca hubiese podido llegar a las islas. Él es ingeniero del Sicgal y su ayuda fue inmensa. Inluso me contactó con amigos en las islas que siguieron ayudándome, como Guido Macías, Tony Saba y Verónica Navia (ésta última no está en la foto), todos del Sicgal. También fue valiosa la ayuda del administrador del Monserratte, casualmente llamado Julio López, y de los guardias de las oficinas (con quienes conviví una semana). En fin, la ayuda recibida por todas las personas merecerá un capítulo aparte sobre el final de este viaje.