República de los abrazos:
sobre mi viaje por Colombia
02 Nov 2009 | Por viajante | Claves: awa, caminante, caribe, ciudad, colombia, dedo, mar, mochila, mochilero, oceano, selva, sudamerica, sudamericano, suramerica, suramericano, viajante, viaje | # Enlace permanente
A la frontera de Ecuador-Colombia no llegué solo. Desde Quito me acompañaba un irlandés que no hablaba una palabra de español y que sólo transmitía con gestos inseguridad.
Ya en Tulcán (última ciudad fronteriza ecuatoriana), compartimos un taxi con una pareja de colombianos que iban para Pasto. Cuando ya estábamos listos para que cada subgrupo tome caminos distintos, surgió un brote de preocupación en las dos personas de Colombia. Resulta que Boris era artista y había olvidado su catálogo de trabajos en el bus que lo traía de Quito. Janeth, su novia, lo iba a esperar hasta que lo recuperara, y por eso se iba a quedar sola en la fría ciudad de Ipiales.
En ese momento llegó un australiano que también viajaba con nosotros desde Ecuador pero que lo habíamos perdido camino a la terminal. Le dije al irlandés que si quería podía seguir viaje con él, porque que me iba a quedar a acompañar a Janeth. Aceptó sin vacilar y siguió con su rumbo. Por mi parte, esa decisión que tomé afectaría sin saberlo el futuro de mi viaje por Colombia.
Por el sur
Fue a las dos horas que retornó Boris. Había recuperado sus cosas y rápidamente nos encaminamos a Pasto. Luego de un par de horas en el bus, llegamos a la tierra pastusa, y cuando me disponía a buscar alojamiento Boris y Janeth me ofrecieron dormir en su casa. A pesar de que recién me conocían, me dieron una cama y hasta me dejaron utilizar Internet para colgar mis fotos. Así me trataron los primeros colombianos que conocí.
Al otro día, Boris me llevó a su casa que quedaba por el centro y me invitó a instalarme. Me contó que hacía 17 años había trabajado en una comunidad indígena llamada los awá, la cual hoy en día sufría bastantes problemas de violencia. Me interesó el tema y gracias a él me puse en contacto con ellos.
Luego de evaluar varios días y escuchar a cientos de personas decirme que ni se me ocurra ir para esa zona, tomé un bus y me adentré en la selva de Nariño para conocer a los nativos.
Una vez que llegué al pueblito llamado El Diviso, los indígenas me ofrecieron algo para comer y me dijeron que me iban a buscar un lugar para que durmiera. Sin darles tiempo, la psicóloga y la nutricionista que trabajaban para la comunidad me ofrecieron un espacio en donde ellas vivían. Así que me acomodé como pude y me metí de lleno en la realidad de este pueblo.
Enseguida pude darme cuenta que su situación no era la mejor, por ejemplo en comparación a los machiguengas de Perú. Pero de ellos recibía el mejor trato, igual que de mis amigas profesionales que trabajaban con los nativos. Por ejemplo, Irene -la psicóloga- no me dejaba ir a comer algo sin que me invitara. Y cuando me tocó ir con la brigada médica a la selva, me regaló una bolsa llena de comida para que no pase hambre. La gente en Colombia es así.
Luego de 10 días de aprender de este pueblo nativo, me despedí de la selva y regresé a la ciudad. En el camino quedó como anécdota un enfrentamiento donde el ejército disparaba sin encontrar respuesta al fuego, y la gente asustada, pedía al chofer en vano que regrese a donde había partido. El bus se demoró allí varios minutos hasta que el ejército dio el visto bueno para que avance.
A mi regreso conocí realmente la ciudad de Pasto. Además de una gran belleza arquitectónica, esta ciudad cuenta con una historia muy particular. De hecho, se la recuerda como la región que rechazó a Bolívar y escogió defender la corona. Por eso y otras razones, los pastusos dicen ser algo así como el chivo expiatorio de Colombia y el centro de todos los chistes sobre los brutos. El pastuso, en este sentido, sería el equivalente al estereotipo del gallego que alguna vez se utilizó en Argentina.
Ahora en esta ciudad, cuando uno camina se encuentra con miradas cortas y un aire de tristeza, que Boris se empeñaba en llamar “melancolía pastusa” pero que para mí era otra cosa. Quizás este sentir en la gente se corresponda a las ciudades en donde hay un gran carnaval, que hacen que la diversión y el éxtasis se viva de forma frenética por un tiempo para luego caer en un pozo de tranquilidad y pudor. En la calle o en las plazas, la gente sonríe pero no se ríe. Y si por algún motivo hay carcajadas, las manos buscan la boca como queriendo tapar una actitud vergonzosa.
Pasto en esos días disfrutaba del Encuentro de Culturas Andinas y del Pacífico, evento que reunía a personas de todo el país y de otros rincones del mundo. Casualmente, la imagen utilizada para promocionar al encuentro era una de las realizadas por mi amigo Boris. Con recitales, ciclos de cine, obras de teatro y demás actividades, este evento me demoró más de la cuenta en la ciudad.
A partir de allí, Boris se encargó de presentarme a casi toda la comunidad artística de la zona. Conocí pintores, escritores, artistas plásticos que trabajaban en el carnaval, músicos, etc.
Un día, fui invitado por Alan -un escritor que dicta un taller de literatura- para que diera una charla sobre las experiencias de mi viaje. En la clase, además, tuve que proponer dos temas para que los participantes desarrollaran algún escrito. La mañana resultó más que interesante, sobre todo por la gran capacidad literaria que tenían las personas que asistían allí.
Luego de esa clase, fui invitado por Giovanni –uno de los que participaba en el taller- a dar una vuelta a la ciudad en bicicleta, que desembocó en un recorrido de casi cuatro horas por las montañas hasta un pueblito cercano llamado Nariño. La experiencia fue extraordinaria pero también agotadora.
Por esos días, Boris me llevó a comer a un restaurante taoísta que conoció por una amiga. Luego de hablar bastante con las personas de ese lugar, me comentaron sobre un templo que ellos tenían por el norte de Bogotá, más precisamente en las cercanías de un pueblito llamado Duitama. Allí el gobierno había realizado un ataque y había lanzado glifosato para intentar desaparecer a esa comunidad. Consulté con ellos sobre la posibilidad de visitar el lugar y me pasaron las indicaciones y unos teléfonos para cuando llegara. Quedé en dar una vuelta por el templo en unos 15 días.
Mientras tanto, seguía conociendo a gente de la ciudad de Pasto. Entre estas personas quiero destacar a Jairo, un pintor hiperrealista que junto a su familia me ayudó muchísimo. Así, si me encontraba solo por la calle lo llamaba y aparecía: no faltaron las veces que me llevó a su casa a comer y otras tantas que me ofreció su computadora para escribir mis notas. Fueron ellos los que me llevaron a la laguna La Cocha, que con su paisaje atrae a los que viajan a conocer el sur de Colombia. Por Jairo, conocí a su hermana Catalina, que trabaja en un proyecto de educación para evitar víctimas de minas.
Ella, por su parte, me contó el gran problema que representan estas armas para la población. Si uno pisa una, por ejemplo, aparte de perder la vida o algún miembro del cuerpo, debe abonar a las fuerzas irregulares 400 dólares de impuesto por caminar en zona prohibida. Fabricar una mina, a su vez, insume un costo muy bajo -de 1 a 3 dólares cada una-, lo que significa que con muy pocos recursos se puede cerrar una zona por mucho tiempo. A partir de esta realidad, hoy Colombia es el país más minado del mundo.
Luego de informarme de este problema, Catalina me comentó de la posibilidad de que a mi paso por Popayán me recibiese una amiga suya. Me quedé sorprendido por el favor, y enseguida ella hizo el contacto para que me encuentren ni bien arribara a la ciudad. A su vez, Jairo me pasó los datos de varios amigos y familiares que tenía dispersos por Colombia y que me podían ayudar. También me consiguió un camión para que me lleve hasta Popayán de forma de no gastar en un pasaje.
Un paseo por la ciudad blanca
Me levanté temprano en la casa de los padres de Jairo (esa noche dormí allí porque era cerca de donde salía el camión). Como el lugar era peligroso a esa hora, Oscar –el camionero- me pasó a buscar en un taxi para ir hasta el playón donde se encontraba la tracto mula.
Esa mañana viajé escuchando todo lo que le había tocado vivir a Oscar en su trabajo por las rutas de Colombia. Historias de incendios de camiones por parte de la guerrilla y de paramilitares, mecanismos que se utilizan para el trafico de drogas y ofrecimientos que le hizo el mismo narcotráfico para que pasara cocaína en sus trayectos. Luego de 4 horas de este viaje, me despedí de Oscar completamente agradecido.
En Popayán me recibió Alejandro Jojoa, a quien contacté por medio de Catalina. Él es esposo de Aura, padre de seis hijas (Elisa, Clara, Alejandra, Aura, Libia y Lidia) y fue durante mucho tiempo presidente de Federación Campesina del Cauca. Me contó de todas las luchas que habían hecho y de la reforma agraria que jamás pudieron realizar por la resistencia política, a pesar de que la ley la sustentaba. Me dijo que ahora estaban trabajando con un nuevo concepto, el “mercado justo”, que buscaba recortar los intermediarios en la cadena de exportación del café y que esta medida les había traído algún beneficio.
Luego de una larga charla, los Jojoa me invitaron a pasar la noche en su finca ecológica para que observara cómo funcionaba. Allí, ellos no utilizan químicos ni balanceados. Por ejemplo, para quitar las garrapatas del ganado utilizan grasa y le dan leguminosas como alimentos. Usan los excrementos de los animales para hacer biogás y las lombrices lo transforman en abono, de modo de no utilizar más productos industrializados para los vegetales. También están estudiando la implementación de energía solar.
Al otro día fui a conocer un poco “la ciudad blanca”, llamada así por la cantidad de faroles que alumbran las calles durante la noche y que convierten a Popayán en un santuario colonial. También tuve la oportunidad de visitar una montaña que según los lugareños es una pirámide realizada por los indígenas que habitaban allí.
Luego de caminar la ciudad y dormir en casa de los Jojoa, me despedí agradecido de ellos, a lo que respondieron dándome el teléfono de una amiga que ellos tenían en Cali. Antes de irme, llamé a Oscar -el camionero- y este me avisó que se encontraba cerca así que me podía llevar sin inconvenientes hasta mi próximo destino.
La tierra de la rumba
Como el lugar donde me debía dejar era lejos del centro, Oscar se metió por adentro de la ciudad de Cali y me dejó en la terminal. Para mi sorpresa, antes de bajarme estiró la mano con un dinero. Me dijo que lo que estaba haciendo no era fácil y que eso que me daba era una ayuda para que almuerce. Rechazarlo fue en vano. Insistió e insistió hasta que tuve que aceptarlo. Nuevamente y como siempre en Colombia, me despedí agradecido.
Ni bien bajé llamé al número que me dieron los Jojoa. La persona que atendió se llamaba Marleny y afectuosamente me dijo que me iba a ayudar. Como ella estaba trabajando, arregló con un amigo para que me encontrara por la ciudad. Fue así que apareció Gustavo. Hablamos un rato y me dijo que si no tenía dónde ir me podía quedar en su casa y enseguida llamó a Marleny. “Te tengo noticias. Dice Marleny que te invita a cenar”, me dijo Gustavo.
Como se ve, la mala fama de esta ciudad es una fantasía. De hecho, por Cali caminaba de noche solo sin ningún inconveniente y en varias oportunidades personas que conocía por la calle me invitaban a comer o tomar algo. Hasta pude ir a ver el clásico América – Deportivo Cali en la popular (Gustavo decía que mejor era la platea, pero yo sabía que no nos iba a ocurrir nada). Ese partido fue 3 a 1 a favor del América, con un tanto del híper experimentado delantero “el pipa” De Ávila, que tiene nada menos que 47 años.
Gustavo también me mostró la Universidad del Valle, un campus de estudio con parques, árboles, lagos y piscina, donde conocí varias personas que luego me invitaron a bailar salsa en uno de las tantas discotecas que tiene la ciudad. En esta ciudad hice muchos amigos, como por ejemplo Cindy, Alejandra y Ángela, que trabajan en una revista llamada “Litras Falsas” donde publicaron algunas de mis fotos.
Marleny, por su parte, trabaja en la ONU y a través de esta organización estuvimos planificando sobre una posible visita al Pacífico, para que escribiera algo sobre la situación de las personas que viven allí. Como la demora era mucha y se requería ir en avión, esta posibilidad se dilató pero quedó flotando la posibilidad de ir en un futuro.
Luego de 8 días de vivir en esta ciudad, me despedí de mis amigos y me marché para Armenia. Para los que siguen pensando que Cali es una ciudad peligrosa, puedo decirles que antes de irme pude sacar una foto del peligroso Cartel de Cali (hacer clic aquí para verlo).
Rumbo al este
La ruta entre Cali y Armenia se cuenta entre las más hermosas de Colombia. El paisaje va de fincas hasta bosques, acantilados y montañas, todo bajo una temperatura agradable.
En Armenia me recibió Laura, a quien había conocido durante mi estadía en Quito, Ecuador. Ella me mostró un poco la ciudad, la universidad y me presentó a varias amigas con las que recorrimos un poco los pueblitos de los alrededores.
Con ellas jamás tomamos un bus ya que hacíamos todos los viajes a dedo. Por ejemplo fuimos a conocer Salento, zona muy turística de fincas y montañas donde pasamos una tarde. También fuimos a la zona cafetera de Calarcá, donde nos bañamos en una cascada y conocimos otros amigos.
En Armenia estuve cerca de 5 días conociendo y aprendiendo. Cerca de mi partida, Laura me comentó algo que cambiaría el destino de mi viaje. Resulta que cuando se vence el plazo para estar en Colombia (60 días), uno debe abonar 35 dólares adicionales por cada mes extra. Y si uno se pasa aunque sea 1 día del plazo fijado, debe pagar 100 dólares de multa.
La noticia me llamó la atención, ya que Colombia era el único país hasta el momento que cobraba por quedarse más tiempo. Como a mí se me vencía el plazo en unos días, la mejor opción era irme a Cúcuta, salir a Venezuela y volver a entrar. De ese modo, el DAS no me cobraría nada.
Así que me despedí apurado de mis amigas, ya que en los pocos días que me quedaban tenía que conocer Bogotá y Duitama, para no tener que volver sobre el mismo camino. Bien temprano en la mañana, me fui a la ruta y luego de una hora un camión paró y me llevó hasta la capital de Colombia.
Apurado
Fue largo el camino a Bogotá. Llegué en horas de la tarde y llamé a los teléfonos que me habían dado en otros puntos de mi viaje. La persona que me atendió me pidió una hora para que pueda organizarse y planificar como me podía ayudar. Jairo, el camionero, me dijo que mientras tanto podía ir a su casa así me presentaba a su familia.
Una vez allí, conocí a su mujer y sus dos hijos. Jairo me dijo que si no tenía dónde ir me podía quedar en su casa, que en eso no había ningún inconveniente. Sin que yo diga nada, su hijo me ofreció su habitación y corrió un colchón a la pieza de su hermano para él.
Ya en la mañana me despedí de la familia de Jairo, de nuevo agradecido, como siempre -vale la pena repetirlo- me ocurrió en Colombia. Cerca del mediodía di una vuelta por el centro y visité a un amigo de Marleny que trabaja en el Ministerio de Cultura. Y por la tarde, partí con rumbo a Duitama.
Ni bien llegué a este pueblito me puse en contacto con los taoístas. Ellos me dejaron quedarme en la fuente o sede que tienen en Duitama, para que al otro día pueda ir al Templo ubicado en las montañas.
Por la noche y luego del viaje de tres horas, llegué al templo Vegetal Sacroakuarius, donde una abeja me recibió picándome en el labio e inflamándome toda la zona. Con hinchazón y todo, fueron tres días los que me quedé allí y como no acepté quedarme de monje, no se me dio la posibilidad de trabajar para pagar alojamiento y alimento. Así que tuve que abonar 14 dólares por los 3 días de estadía.
Además de lo ya escrito, puedo destacar la insistencia de Da Vinci (que era un monje que se decía la encarnación del hombre del renacimiento) para que me quedara en el templo, ya que argumentaba que el viaje que estaba haciendo ya lo había hecho en otras vidas, así que era una pérdida muy grande no aprovechar esta oportunidad para quedarme en el templo. Le agradecí por la invitación, pero le aclaré que debía irme porque no tenía plata para pagar la multa al DAS, aunque le aclaré para que se quedara tranquilo que si tenía la oportunidad en otra vida, no dudaría en quedarme.
Vencido el plazo de tiempo que había pagado en el templo, inicié el largo camino a Cúcuta para renovar mi estadía en Colombia. Luego de 12 horas de viaje, crucé la frontera y pasé una noche en Táchira, Venezuela, donde descubrí que los costos de alojamiento no eran tan baratos como los de su vecino país.
Cruzando Colombia
Con la intención de llegar a Medellín, me fui a la salida de Cúcuta para hacer dedo. Luego de pasar la mañana en un peaje, los policías de carreteras hablaron con un particular para que me llevara. Esta persona traficaba combustible y mercadería desde Venezuela hasta Bucaramanga y se comprometió a llevarme hasta un paradero de comidas.
La policía lo paraba en varios puntos del camino, y este abonaba $ 10.000 (5 dólares) en cada oportunidad. Una vez que arribamos al lugar para comer, hizo un gesto a otro auto -que era otro traficante- y este me llevó hasta Bucaramanga. Mientras cruzábamos el páramo de Berlín, me comentaba que la plata no alcanzaba y que esta es una de las pocas posibilidades que encuentran para poder sobrevivir.
Esa noche paré en un hotel ubicado en el centro de Bucaramanga. Fue la primera vez desde que llegué a Colombia que me tocó pagar alojamiento. Bien temprano en la mañana, me fui a hacer dedo y luego de unas horas, una camioneta me llevó hasta un pueblito llamado Pto. Araujo, ubicado a 4 horas de Medellín.
En el camino, Álvaro -el conductor- me contó que había sido casco azul en la ex Yugoslavia, y me mostró las cicatrices que tenía de haber luchado contra la guerrilla en su país. Otra vez, más historias sobre el otro lado de Colombia durante toda la tarde.
En ese poblado la policía de caminos se comprometió a conseguirme un camión. Como era de noche, armé la carpa por ahí y ya en la mañana viajé hasta la ciudad de Medellín.
Ni bien llegué llamé a Jairo a ver si podía contactarme con su tío. Luego de averiguar, esta posibilidad estaba complicada así que me fui a sentar en la terminal para pensar qué podía hacer. En eso llegan dos chicas y se me ponen a hablar. Luego de un rato, una de ellas me dice que se llama Eliana y que si no tenía dónde quedarme podía ir a su casa. Observó mi sorpresa y me dijo que iba a llamar a su madre para confirmar.
Luego del llamado me avisó que no había problemas, pero lo único era que ella se tenía que ir. Así que me subió a un bus, me explicó dónde debía bajar y me dijo que allí me estaba esperando alguien. Hice todo como me pidió y en una esquina estaba el hermano que me llevó a su casa. Me recibieron contentos y me pidieron que me sienta como en mi hogar.
Fueron cerca de 6 días los que me quedé en la casa de Eliana, ubicada en el barrio de villa Sofía. En esa zona, un mes antes de que yo llegara hubo una guerra entre un grupo de paramilitares y otro de jóvenes que se llevó varias vidas, hasta el punto de desembocar en 16 asesinatos en una sola noche. Luego de esa batalla, intervino el ejército y los dos bandos entregaron sus armas. Ahora la zona estaba más segura y tranquila.
En Medellín caminé bastante la ciudad, conocí el centro y comprobé todo lo que decían sobre la hospitalidad de su gente. Finalmente, me despedí de Eliana y su familia y me dirigí al mercado de hacienda donde se consigue transporte mucho más económico que en la terminal, con la única diferencia de que el carro es uno de ganado que va vacío. Mi destino era el caribe.
Cerca de las 5 de la mañana el camión me dejó en un lugar llamado Tolú. Cuando pregunto a la gente del lugar, me dice que Tolú es más al norte, y que este lugar se llamaba El Porvenir. A pesar del desconcierto, la alegría llegó pronto: también me informaron de que el mar estaba a 5 cuadras.
Por el Caribe
En oscuridad caminé hasta el mar, el sol estaba a punto de salir y los rayos iluminaban el Caribe que amanecía. En la playa no había nadie. Tiré la mochila por ahí y me quedé en el agua cerca de 2 horas. De a poco fui descubriendo las palmeras, las cabañas y el paisaje.
Luego me enteré de que El Porvenir es la zona más linda que tiene la ciudad de Coveñas, que a su vez es uno de los lugares con las playas más hermosas de Colombia. Ya más fresco y con más energía, me fui a tomar un bus para llegar a Cartagena de Indias.
Cuando llego a esta ciudad colonial me comunico con Alba, que es una antigua amiga de Marleny. A Alba no necesité explicarle nada. Enseguida me preguntó dónde estaba y me dijo que no me mueva porque ya salía a buscarme. Me dijo que me podía quedar el tiempo que necesite en su casa.
Alba no me dejaba comprar nada para comer. Ni siquiera me dejaba pagar los buses y menos un taxi. Si estábamos los dos en la casa y precisábamos algo, llamaba a su novio José y él siempre traía lo pedido y más. Incluso me compraba frutas para que coma.
Fueron cerca de 8 días los que pasé en este lugar. A pesar de que las playas no son tan limpias, Cartagena tiene un hermoso lugar que es la ciudad amurallada. Luego de eso, la humedad y el calor no dejan tranquilas a las personas que la visitan.
Nuevamente, lo más importante para contar sobre una ciudad de Colombia es la hospitalidad y el amor de la gente. Si no se considera eso, se pierde lo más valioso de este país.
Por último, a través de Alba me contacté con otras personas que me ayudaron en mi visita a Santa Marta, lugar donde se destaca la playa grande y Taganga. En este lugar la familia de Gilberto me alojó como si fuera un integrante más de su familia, dándome básicamente todo. ¿A cambio de algo? No, de ninguna manera ya que en Colombia lo que sobra es amor.
En el Tíbet de los andes
Octubre 8, 2009 | Por viajante | # Enlace permanente |
El Templo Vegetal Sakroakuarius se apaga normalmente entre las 7 y las 8 de la tarde, y por eso, no resulta extraño el hondo silencio en el que se encuentra cuando cae la media noche.
El transporte que nos lleva a mí y a otros cuatro taoístas es un camión lechero. Dado el aislamiento de la zona, es el único carro que llega hasta ahí, y por ende, la única forma de acceder al lugar que eligieron los monjes para construir el templo.
A mí y a una pareja de colombianos nos toca entregar los bolsos para la requisa. El examen es tan minucioso que se demora 40 minutos. Cada bolsillo es revisado y se me retienen las pastillas del botiquín, la cámara y el mp3. La explicación es que no se permiten medicinas de laboratorios ni aparatos electrónicos. Así que esta nota se queda sin fotos propias, aunque esta medida tiene una causa: la gran persecución y difamación que sufre esta comunidad desde hace años.
La política del glifosato y la persecución
Desde el inicio de su filosofía hace 5.000 años, los taoístas han sufrido diversos ataques entre los que se destacan los realizados por los gobiernos confucianos y el régimen de Mao Tse Tung. Lo cierto es que el Tao nunca se ha extinguido y desde hace un tiempo su energía se ha desplegado desde China al continente americano.
En Colombia, la presencia taoísta ha cobrado fuerza en los últimos 15 años, y este crecimiento ha sido acompañado por la persecución por parte del Estado.
Fue en 1995 cuando los taoístas del Templo Vegetal Sakroakuarius se encontraron con la primera sorpresa. Los medios comenzaron a informar sobre un suicidio en masa de su comunidad por envenenamiento, y a los pocos días de esa falsa noticia varios aviones comenzaron a fumigar con glifosato.
Al principio, los taoístas no percibieron la relación entre las noticias y los vuelos nocturnos. Pero cuando los primeros síntomas de envenenamiento aparecieron pronto comprendieron la dimensión del problema.
La gente comenzó a perder el cabello y a sufrir problemas motrices. Hubo 4 muertos, entre ellos un niño norteamericano y una joven francesa que fue llevada a Francia y su autopsia reveló glifosato en sangre.
Los maestros del templo pidieron ayuda a los taoístas dispersos por el país, y estos últimos enviaron camiones con naranjas y zanahorias, que junto con algunas hierbas de la zona, sirvieron para limpiar a los cuerpos del veneno enviado desde el cielo.
Sin embargo, este ataque derivó en un éxodo masivo de personas que no querían arriesgarse a algún problema mayor. De los cerca de 10.000 habitantes que tenía en ese entonces el templo, quedaron menos de 2.000.
Más tarde, la ofensiva volvió pero esta vez llegó desde abajo. En esta ocasión, los guardaparques comenzaron a disolver glifosato en el nacimiento de los ríos que alimentaban al templo y los taoístas tuvieron que caminar varios kilómetros para traer agua desde otros afluentes limpios.
Por el año 2000 empezaron a aparecer denuncias de robos y violaciones. Sin pruebas, la justicia inició una persecución sobre Kélium y Samael, los lideres taoístas que luego de unos meses tuvieron que exiliarse.
Finalmente, el último gran golpe por parte del Estado se produjo el 25 de noviembre del 2004, cuando cerca de dos mil uniformados invadieron el templo. Lanzallamas, morteros, metralletas, tanquetas y hasta un avión radar fueron utilizados en esta maniobra. La presencia de soldados estadounidenses agregó mayor desconcierto a los taoístas, que luego relacionaron el ataque con la reunión que sostuvieron los presidentes Uribe y Bush durante la semana anterior.
El ejército no pudo encontrar a los líderes, pero los efectivos aprovecharon para destruir toda la producción de miel y sus derivados, quemar las colmenas de abejas y envenenar con químicos extraños toneladas de arroz y de alimentos destinados al autoconsumo. También fueron dinamitadas las cajas fuertes donde los monjes guardaban sus ahorros.
Con esta invasión, ceca de 1.000 personas desaparecieron y aun no se sabe nada de ellos. Los que quedaron, volvieron a sufrir problemas de salud. Esta vez a la caída del pelo, se sumaron cegueras y atrofia muscular. A un guatemalteco que tomó un sobre dejado en el suelo por los militares, los brazos se le comenzaron a deshacer y tuvo que retornar a su país. Los estudios que se realizó en Centroamérica revelaron que la sustancia que le produjo ese daño había sido un químico utilizado por EE.UU. en la guerra de Corea.
A su vez, otros estudios efectuados por especialistas colombianos encontraron material radioactivo en algunas zonas del templo que hoy están cerradas.
Todo esto, que la mayoría de los colombianos desconoce, produjo una de las mayores demandas contra el Estado en lo que tiene que ver con Derechos Humanos, por un monto calculado en 250 mil millones de pesos. La diferencia entre este ataque y otros efectuados por un Gobierno contra la sociedad civil es que en este caso, buena parte del objetivo militar sobrevivió.
Y eso a pesar de que al otro día de la invasión, un grupo de 60 paramilitares arribó al lugar para limpiar la zona. Pero no encontraron a nadie. Los taoístas se habían escondido en los bosques hasta que todo se tranquilizara.
Aislados del mundo
El templo Vegetal Sakroakuarius, o el Tíbet de los andes como ellos le llaman, hoy se encuentra bien protegido. Y no sólo por los centinelas y atalayas que me requisaron la mochila, sino también por un ejercito ordenando y disciplinado como son las abejas. Éstas generalmente encuentran a los recién llegados con olores extraños y reaccionan como su sensibilidad les dicta. Así, las picaduras van siempre a la cara y la hinchazón tarda cuatro días en irse.
Pero la existencia de abejas exige la presencia de un sustento para ellas. De modo que la entrada al templo rebalsa de flores y de aromas que se disuelven con el aire de los bosques, con el ruido de los pájaros y del agua circulando entre las piedras.
El lugar, además, es un santuario ecológico. No se talan árboles, no se utilizan alimentos con químicos ni envasados, y a pesar de que la zona es fría, no hay duchas con agua caliente. Tampoco hay baños, y las personas deben dirigirse al bosque para hacer sus necesidades.
A diferencia del catolicismo que reclama la salvación de las almas, los taoístas del Templo Vegetal Sakroakuarius (que también son cristianos) ven unicidad entre cuerpo y espíritu, con lo cual su actividad está centrada en mantener una buena nutrición y practicar la medicina preventiva.
De hecho, todos los alimentos se producen sin fertilizantes. La dieta en el templo es ovo lácteo vegetariana y se cuida mucho el modo en que se combinan los alimentos, ya que según ellos, varios problemas de salud se derivan de la falta de información sobre este punto.
Pero la medicina preventiva es sólo un aspecto de su estilo de vida. Los taoístas cuentan que al templo han llegado varias personas con problemas serios de salud, como cáncer, sida y problemas en la columna, y aunque resulte increíble, se han curado.
No es para levantar falsas expectativas, pero ellos aseguran que todas las enfermedades tienen cura si se aplica un programa y se lo sigue con disciplina. Entre sus exigencia se cuentan levantarse temprano, hacer ejercicio 3 veces al día y cuidar la energía genética (sexual). Lo más interesante, no piden ninguna retribución económica ni diezmo a cambio de su ayuda.
Para cualquier persona que desea ir al templo corren las mismas reglas. Sólo se pide una retribución con trabajo a cambio de la vivienda y del alimento que se recibe. En el templo se puede permanecer el tiempo que uno desea (algunos incluso llegaron por unos días y se quedaron 15 años, encontrando pareja dentro del templo).
Hoy, a pesar de los ataques recibidos, son cerca de 600 personas las que viven en el lugar, entre familias, niños, jóvenes y ancianos. Todos conviviendo y optando por un estilo de vida pacífico y de cuidado del medio ambiente. Por eso, no se entienden mucho los ataques que recibe esta comunidad.
Dialogándoce sobre este tema con algunos monjes, mencionaban el hecho de que Colombia en alguna medida puede traducirse como la vía del colon (colon-vía), es decir, la última parte del sistema digestivo por donde salen los residuos que genera el cuerpo. En el aspecto social, serviría de metáfora para explicar varias de las penurias que le toca vivir a este país desde hace décadas.
Pero lo cierto es que el colon también es una parte importantísima del cuerpo humano, que sirve como vía de limpieza y purificación del cuerpo. Gracias a él se expulsan varias de las toxinas y desechos que produce el ser humano todos los días a lo largo de su vida.
Esto también tiene su analogía en la parte social. No por nada miles de personas llegan a Colombia desde todo el mundo para encontrarse con su lado más espiritual. Desde Pasto hasta el caribe, miles de rituales, encuentros, reuniones y personalidades ayudan a los seres humanos con los problemas que en otras latitudes, jamás resuelven.
Cosas de pastusos
El que piensa que el sur de Colombia se encuentra en el límite existencial de los problemas se equivoca. No todo es guerrilla, paramilitares, campos minados y combates. También hay cosas buenas, aunque ahora la aqueja una extraña crisis económica. La causa, las pirámides.
Al comienzo, cuando alguien mencionaba ese tema prohibido, pensaba que se referían a Egipto o tal vez las pirámides mayas. Pero no. Se trataba de un sistema que permitía depositar un dinero y al tiempo duplicarlo.
En un comienzo, el DRFE (Dinero rápido facil y efectivo) funcionaba bien y las personas veían doblar su patrimonio en poco tiempo. La locura pronto llegó a las cúspides y se comenzaron a vender autos y casas por precios irrisorios. Muchos dejaron su trabajo y los campesinos ya no cultivaban. Todos querían enriquecerse fácilmente.
Hasta que un día, como era de esperarse, el presidente Uribe decidió cerrar las pirámides y todos perdieron lo ganado. Los que alcanzaron a sacar el dinero, ahora deben devolverlo bajo pena de caer en la ilegalidad.
El epicentro de la crisis fue Pasto, esa ciudad que muchos recuerdan por su pequeño equipo de fútbol. Ahora, la falta de trabajo y la delincuencia (que había bajado notoriamente durante las pirámides) son los faraones de esta ciudad.
En el jardín de los sueños cósmicos
Un domingo durante mi estadía en Pasto fui invitado al ritual Inipi de los indígenas Lakota, oriundos de América del Norte. Obviamente que no me tocó viajar allá (vale aclararlo), sino que ellos vinieron hasta Colombia.
Esta ceremonia, conocida también como Temascal, se realiza en una tienda hecha con cañas y cubierta con frazadas, que representa al útero de la tierra. En el medio, unas rocas calientes que reciben agua y hierbas producen un vapor constante que hace transpirar todo el cuerpo. Similar a un baño turco, este ritual se acompaña de rezos indígenas y propone hacer una limpieza tanto física como espiritual de la persona.
Por la noche, más descansados, dormimos alrededor de un fogón y ya por la mañana desayunamos un nuevo baño de vapor que nos dejó un poco más flacos.
Ya más relajado, me di una vuelta por el jardín de la finca donde se realizó el ritual y me encontré con varias plantas utilizadas para realizar distintos “viajes” por el interior y el exterior del cuerpo. En esta ocasión, no probé ninguna de ellas y sólo me dediqué a sacar unas fotos.
Yopo
Su origen es de la selva sudamericana y sólo la utilizan los chamanes o médicos tradicionales. De esta planta se usan las semillas para realizar las curaciones. La forma de utilizarla es a través de un polvo que el chamán sopla con una caña o tubo de madera y se introduce por la nariz del que recibe el tratamiento.
El efecto, según cuentan, es similar al de otra planta también utlizada en las selvas de sudamérica cuyo nombre es yagè.
Ayawaska o yagé
Es una de las plantas más conocidas. En Pasto, uno no pregunta a las personas si tomaron alguna vez sino cuántas veces lo hicieron. Se ha popularizado tanto su uso que en muchos lugares se compra una dosis por 50 dólares o más.
Pero los chamanes no están conformes con esta situación. Se supone que la planta es utilizada para curaciones o como limpieza, y argumentan que el abuso ha hecho que se pierda la parte espiritual de su utilización.
La planta produce visiones y sueños donde ocurren diversas situaciones. Desde animales de la selva amazónica hasta encuentros familiares y diálogos con personas muertas. A veces las visiones se tornan algo agresivas y allí es donde entra la virtud del chamán para alejar esas malas experiencias.
Por mi parte, me tocó tomar yagé cuando visité a los awá en la selva de Nariño. Me adviertieron que si había comido algún alimento hecho por una mujer en período lo iba a vomitar, y que eso era parte de la limpieza que hacía la planta.
Al lado mío, una persona se desplomó apenas tomó. Otros, con las horas comenzaron a vomitar y el lugar pronto pareció transformarse en un concierto de náuseas. En mi caso no notaba nada y luego de pasar la noche con ellos me di cuenta de que el efecto me había esquivado.
Hablé con algunas personas y me dijeron que probablemente ya estaba limpio o que a lo mejor debía haber tomado más ya que mi organismo era lo suficientemente fuerte como para que el yagé no surta efecto.
San Pedro
Esta planta es de origen andino y la utilizaban los antiguos incas para sus ceremonias. Según algunas personas, la diferencia con el yagé o el yopo, es que aquí la experiencia es más externa.
Pude tomar esta planta en Perú y Ecuador, y el efecto que más notamos fue que los sentidos permanecían más sensibles por algunos días. Esto permitía al cuerpo detectar qué alimentos y bebidas le hacían mal. Supongo que ésta debe ser parte de la curación que ofrecía la planta.
Algunos aseguran que también produce visiones, entre otros efectos.
Floripondio
Según los que tomaron esta planta, el riesgo que se corre es alto. De hecho, son varias las historias de personas que terminaron en el manicomio por ingerir Floripondio.
La planta se extiende por todo el contiente, y muchos indígenas la usaban para castigar los malos comportamientos. Simplemente ataban a la persona y la dejaban durmiendo debajo de la planta. En eso consistía el castigo.
En Ecuador un argentino la tomó dos veces y prometió no hacerlo más. Nadie supo bien qué fue lo que le pasó.
En el medio del conflicto, los awá forjan su propia lucha
Agosto 26, 2009 | Por viajante | Claves: asesinatos, awa, coca, colombia, ejercito, eln, farc, guerra, guerrilla, indigenas, muertes, narcotraficantes, nariño, paramilitares, selva, violencia | # Enlace permanente |
En la ciudad de Pasto, un enorme coloso vigila el lugar y con su figura marca una amenaza siempre latente. Algún día podría hacer brotar la bronca de sus entrañas y hacer desaparecer a los intrépidos que deciden habitar su territorio. Los colombianos, habituados a su presencia, ya no le temen. Y si lo hacen, prefieren olvidarse de los peligros y seguir con su rutina. Algunos, incluso, construyen sus casas en lugares catalogados de alto riesgo por las autoridades, atraídos por la fertilidad de la tierra.
El volcán Galera es tan grande, que su silueta permanece en el horizonte cuando uno se aleja para adentrarse en la tupida selva de Nariño. Con las horas, sin embargo, el Galera desaparece y muy pronto la gente se olvida de él. Extrañamente, la zona sigue siendo considerada de alto riesgo. Pero aquí, el peligro es otro.
El ómnibus avanza por la carretera que va hasta el Océano Pacífico. A veces, el chofer detiene el carro, abre la ventana y entrega un dinero a una señora. Pocos lo advierten. Una vez abonado este informal peaje, el conductor pone primera y continúa su camino.
Algunas pintadas comienzan a aparecer: “Muerte a los sapos”; “Abajo Uribe”; “Viva las FARC”.
En el corazón del conflicto
El caserío donde toca bajar se llama El Diviso. El barro, las casas de madera, los niños descalzos correteando y los plátanos colgados reconstruyen el retrato típico de los pueblos de la selva. La zona, y no sólo El Diviso, se hunde en una profunda pobreza.
Un hombre aparece tambaleándose: los pasos pronostican una inminente caída. Otro, más ajeno a todo, se rindió al aguardiente y descansa con medio cuerpo en la ruta. Al costado del camino, un oleoducto transporta el crudo al puerto de Tumaco, donde será embarcado hacia el país del norte.
En El Diviso, la humedad reina sobre el sol. La lluvia está presente todos los días y si alguna estela de luz busca la tierra, enseguida varias nubes se encargan de taparla. Esto repercute de muchas maneras. La ropa no se seca, la comida se humedece en minutos y el lodo omnipresente obliga a ajustarse las botas desde que uno se levanta hasta que se acuesta.
No es casual que las leyendas sobre el origen de los awá hablen de los líquenes. Según este pueblo, el inicio de su civilización se produjo cuando uno de estos organismos formó con su humedad al ser primigenio, que luego extendió sus semillas por el resto del bosque.
Efectivamente, durante siglos el pueblo awá se diseminó por toda la selva de Nariño y la del Putumayo. Ésta última se encuentra ubicada al otro lado de la cordillera y forma parte del cuerpo viviente del Amazonas.
Hoy en día, 26.000 awás viven en estos territorios ubicados a ambos lados de la frontera de Colombia y Ecuador. A su vez, esta demarcación política produce un abismo que deja a los indígenas del lado colombiano con las mayores dificultades, producto del intento por construir una vida en un campo de batalla.
Cronología de la desgracia
Cuando en el 2001 el Gobierno fumiga la coca en la selva de Putumayo, los narcotraficantes y sus plantaciones se desplazan a Nariño, llevando consigo todos los problemas que aquejan a Colombia desde décadas y entregándolos en manos de los awá del oeste.
La violencia progresiva, primero se llevó a los campesinos –asesinados, torturados, secuestrados e introducidos en las filas de fuerzas irregulares–. Luego, las muertes aparecieron en las puertas de las comunidades indígenas, hasta derivar en la masacre de Tortugaña.
En ese lugar apartado –desde El Diviso, cinco horas en carro y luego dos días a pie–, las FARC capturaron a un grupo de indígenas que se dirigían temprano a trabajar. Acusados de ser “sapos”, o sea, informantes del ejército, fueron asesinados y enterrados sus cuerpos en la misma selva que los vio nacer. Dentro del grupo había dos embarazadas que también perdieron la vida junto con la de sus futuros hijos.
Con esas muertes, los awá contabilizaron 27 asesinatos que sufrió su comunidad entre el año 2008 y el 2009. En manos de las FARC fueron 20, por parte del ejército otros 6 y los paramilitares mataron a uno. Toda esa violencia produjo sólo en la zona de la masacre, el desplazamiento de 800 indígenas que debieron dejar atrás sus hogares y sus fuentes de alimento.
Entonces, Tortugaña marcó un antes y un después. Las FARC reconocieron las muertes y prometieron que un acontecimiento como ese jamás volvería a ocurrir. Los awá, por su parte, gritaron basta y pidieron a la comunidad internacional por la vida de su pueblo.
Bienvenidos a Locombia
Que la guerra que se vive en Colombia es absurda, ya casi nadie lo niega. Sin embargo, cuando uno se inmiscuye en el conflicto encuentra una confusión que confirma disueltos a los componentes históricos de la guerra.
En la selva de Nariño siempre tuvo presencia la guerrilla. Comúnmente, uno piensa en las FARC. Pero también está la entrañable transparencia del ELN. Transparencia, porque su estrategia los ha llevado más a replegarse a la selva y a evitar los enfrentamientos, quizás a la espera de las condiciones objetivas y subjetivas adecuadas. Ahora, los “elenos” se dedican más a sembrar minas que a disparar.
Pero sorprende también que cuando se dan los combates, muchas veces el bando contrario del ELN sean las mismas FARC. En la zona mantienen su distancia y cuando se encuentran, empieza de nuevo el despilfarro de vidas.
El conflicto es territorial pero también económico. La guerrilla cobra impuestos a todos los que realizan actividades lucrativas en la zona, legales como el transporte de pasajeros, e ilegales como el tráfico de cocaína.
Los paramilitares, a su vez, también cobran impuestos en la zona de su control. Obtienen lo que quieren a través de la intimidación y el asesinato. Si quieren una mujer, se la llevan, la violan y luego la entierran. Si quieren una casa la toman y matan a sus residentes. Los “paracos”, como se los suele llamar, aplican esa política con el apoyo tácito del Estado.
Por ejemplo, como tienen facilidad para pasar armas del ejército, en ocasiones hacen su “changa” y se las venden a las FARC. Claro que existen los combates entre estos enemigos irreconciliables. Pero también están los negocios.
A su vez, dentro de los paramilitares también hay conflictos. Por ejemplo, la existencia de una interna entre Rastrojos y Águilas Negras se ha cobrado la vida de varias personas de la misma organización. Al parecer, los últimos se impusieron y ahora adoptaron el slogan de “limpieza social”, lo que significa la muerte de prostitutas, homosexuales, y todo aquel que no se ajuste a la ideología de extrema derecha.
Los narcotraficantes, por su parte, matan a cualquiera que viva en su zona si alguien los delata a la policía. Indígenas y campesinos sufren por igual frente a estos empresarios que pagan impuestos a la guerrilla, a los paramilitares o al Estado, según donde esté localizado el laboratorio. Los pequeños cocaleros o los narcotraficantes que no pagan, sufren la erradicación de sus cultivos, la extorsión o la muerte.
Por otro lado, las multinacionales se interesan cada vez más por los recursos minerales y fósiles que ofrece la selva. Por eso el miedo de los awá, que temen una nueva oleada de violencia para sacarlos de su territorio. Como antecedente, se encuentra la llegada de una multinacional minera –de oro para ser más precisos-, que “aflojó” recursos a la guerrilla y ésta le permitió su presencia en la zona.
Por último, está la presión de EE.UU. para que el Gobierno colombiano obtenga resultados en su lucha contra la guerrilla –el llamado Plan Colombia-. Y como el ejército necesita dinero debe mostrar resultados concretos. La mejor idea que tuvieron fue disfrazar a campesinos e indígenas de guerrilleros, matarlos y fotografiarlos como si hubiesen caído en combate. Son los llamados falsos positivos, que suman más desconcierto a una guerra que nunca parece terminar.
Viaje al centro de la selva
En El Diviso se encuentra la sede administrativa de la UNIPA (Unidad Indígena del Pueblo Awá). Desde allí se organizan las brigadas médicas que van por la selva hasta las poblaciones alejadas. Como la zona expone a las personas a un alto riesgo, estas misiones son la única forma de llegar seguro a las poblaciones indígenas.
La comunidad elegida se llama Peñalisa y queda a 30 minutos por carretera más 4 horas de caminata. Los inconvenientes no se hacen esperar. De los 6 awá que se debían presentar para transportar la carga hasta la población, sólo aparecen 2. El resto se ha emborrachado, y entonces, Don Abraham y Don Luis deben soportar gran parte del peso por las próximas horas.
El recorrido desde el inicio es extenuante por el barro, la temperatura y la humedad. A los 15 minutos, aparece una trinchera que se asemeja a una fosa. Luego otra trinchera, y después, la selva se cierra más.
Por la zona no hay rastros de combates y lo único que se escuchan son los reptiles e insectos.
Tras cruzar algunos arroyos y ríos, y luego de caminar toda la mañana, la brigada llega a la comunidad. Hay poca gente, pero los awá prometen reunir más personas por la mañana para vacunarse y recibir vitaminas.
Algunos awá se acercan y me comentan sus problemas. Resulta que lo único que crece en la zona es la coca. Otros cultivos ya no brotan debido a las fumigaciones constantes del ejército por acabar con el narcotráfico. Con suerte, algo de yuca y plátanos. Además, nadie se quiere arriesgar a otra cosa, como el cacao. Temen que una nueva fumigación arruine toda la inversión que implica cambiar de cultivo. Por eso, las poblaciones son muy pobres y hay varios casos de desnutrición en niños.
Hace un tiempo la fumigación destruyó los pastos para el ganado y los awá no tuvieron más remedio que vender los animales. Así, cada avance del Estado es un retroceso de los indígenas. El agua de los ríos se contamina con los químicos usados para fumigar, lo que aleja cada vez más a los peces y a los animales para la caza. De ese modo, los relatos en la comunidad añaden más incertidumbre al futuro de los awá.
Con las horas, el sol se oculta y los relatos se apagan, hasta que la oscuridad se impone. Luego de una noche en Peñalisa, la brigada médica junta energía y regresa de nuevo a El Diviso. Atrás quedan los problemas que buscan solución y la gente que a pesar de sus dificultades, sigue con su lucha.
Luego de repasar todo lo que ocurre en Nariño, se puede pensar que los ánimos no son los mejores. Los awá, sin embargo, no cargan odio. Nunca se han vengado ni han reaccionado con violencia. Hoy, más que nunca, esperan que los problemas se resuelvan pacíficamente, en una tierra que no para de sangrar.