¿Por qué Sudamérica?
Enero de 2006. Los últimos 3 días no habíamos visto más que algunas ciudades, entre medio de una gran llanura que se perdía en el horizonte. Nada rompía el paisaje y parecía que este seguiría así por kilómetros y kilómetros.
Luego de una noche en Río Gallegos partimos hacia la frontera con Chile, con la única idea de llegar a la isla. Atrás habían quedado puestos de policía caminera, estaciones de servicio e incluso una plaza que la gente de Viedma utilizaba para pasear en las mañanas, todos lugares que a nosotros nos habían servido de camping transitorio para armar la carpa.
Entonces, nos tocaba ahora la parte decisiva del viaje: llegar al estrecho de Magallanes que era para nosotros como superar una prueba. Nos levantó en la frontera un camionero mendocino que le decíamos Jesús, porque era flaco, joven, de pelo largo, y los más importante, por la imagen con la cara de Cristo de 2 x 3 metros que tenía detrás de los asientos.
Lo cierto es que Jesús viajaba por primera vez a la isla y no tenía ni la visión ni la orientación que al parecer sí tenía el de Nazaret. Fue así que ante el desvío que nos llevaba al estrecho, Jesús dudó y el camión siguió por la ruta hasta Punta Arenas.
Juan José Santana Mieres, mi compañero de viaje, me miró con preocupación y enseguida saqué el mapa para marcar el error, ya que el sur de Chile no estaba en nuestros planes. Entre ambos intentamos convencerlo y muy de a poco entendió. Finalmente, giró el camión hacia el correcto destino. Habíamos perdido mucho tiempo y llegamos con lo justo a la última barcaza del día, siendo, a su vez, los últimos en poder subir. A los 10 minutos, cruzábamos el Estrecho de Magallanes. En el camino habíamos conocido Bahía Blanca, Viedma, Las Grutas, Puerto Madryn, Pirámides, Trelew, Caleta Olivia y Río Gallegos, con un gasto total de $90 cada uno. Muy poco gastado y mucho recorrido. –Argentina nos queda chica –tiró Juanjo medio en broma, medio en serio. Y tenía tanta razón que allí sobre la barcaza, camino a Tierra del Fuego, pensamos en Sudamérica y prometimos que sería nuestro próximo viaje. Claro que al igual que los caminos, las promesas también se bifurcan, y mi compañero se apuró a hacer la mitad del viaje el año pasado. Ahora está en España, y yo en Villazón, a punto de conocer el resto de Bolivia. Cabos sueltos Argentino por la fuerza. En el viaje en micro hasta la Quiaca, cené con Agustín, un boliviano de nacimiento a quien los militares obligaron a nacionalizarse argentino en el año 78. Llegó justo a festejar el mundial… Cuenta que a los 28 años lo echaron del trabajo y recibió una considerable indemnización. Para el dinero tenía dos planes, comprarse un auto o viajar y conocer su país de origen. ¿Adivinen cuál eligió? Bromista. Conversaba con mi compañero de asiento en el viaje, un boliviano de Potosí que trabaja en Buenos Aires. Me cuenta que habla guaraní, quechua, aymará y español. Pero no sabía escribir ninguno. Como tenía celular me surgió la duda. –¿Cómo hacés para mandar mensajes de texto? –le dije. –Así, así, y luego así –a lo que escribe en un fluido español “Hola ¿cómo andás?”. Lo miro extrañado, me sonríe, y enseguida comenzamos a reírnos. Acompañado. Ni bien bajo del micro me pongo a hablar con una chica. Era porteña y había viajado con cuatro amigas a conocer Bolivia. Pasamos la tarde, cruzamos la frontera y me invitaron a comer un arroz en la vereda. Se fueron para Potosí y yo ando con ganas de ir para Uyuni. Quizás más arriba nos volvamos a cruzar.